Diciembre es un mes insoportable. El día, es decir ese espacio de tiempo durante el cual trabajamos, estudiamos, hacemos trámites o compras para la casa (y viajamos de un lado a otro para cumplir con dichas comitivas), es un chicle caliente. Nosotros somos el papel que lo envuelve y que pasará de mano en mano de la noche a la mañana hasta su consumisión final.
Sólo se puede disfrutar la noche.
¿No sería genial que todo el mes fuera una larga noche de verano?
Al calor diurno se suma el agotamiento acumulado a lo largo del año (cuyas últimas semanas, a contramano del resto, se hacen eternas), y semejante combo da derecho al mal humor...
Las personas que no ceden al mal humor de la época se debe, tal vez, a que tienen a la vuelta de la esquina unas vacaciones más que prometedoras; no la semana de costumbre en la costa (eso no alcanza para paliar el desencanto), sino algo más...¿emocionante es la palabra?
En lo que respecta a mi destino, tengo que sacar la calculadora para alternar el mes entre tres destinos posibles: mar del plata (inevitable), colonia y capilla del monte.
Pero no es sobre las vacaciones que me interesaba escribir, sino sobre el mes de diciembre. Diciembre no sólo es denso por su temperatura y por el clima social de pabellón carcelario con internos esperando la liberación, sino que también lo es por algunos hechos de violencia (actuales e históricos), que saltan a la luz.
Allá atrás está el 19 y 20 de diciembre de 2001. Ayer nomás, la toma del parque indoamericano. Esta semana (es decir hace 15 minutos), el fallo del tribunal tucumano en el caso de Marita Verón y los (graves) incidentes durante el festejo de los hinchas de boca en el obelisco.
Del caso de Marita Verón se prefiere no hablar de negligencias a la hora de llevar acabo una investigación, para hablar -y seguramente con razón- de connivencias entre los aparatos mafiosos que se nuclean alrededor del negocio de la prostitución: policías, intendentes, gobernadores, jueces: es decir, los tipos que son parte de las instituciones que levantan las paredes de la casa en la que vivimos. Sin embargo, no es en este punto en el que quiero hacer foco (no tengo ningún "aporte que hacer que ayude en ese sentido), sino en el del "consumidor final": el del tipo que, sabiendo que una mujer es prostituta en condiciones de sometimiento, aún así consume sus servicios.
Durante mi adolescencia sentí espanto por el mundo de la prostitución: putas y clientes me generaban, por igual, un desprecio voraz.
Con los años -como en casi todo, por suerte- tuve un corrimiento en relación al tema. Pude aceptar la prostitución, pude -incluso- consumirla en algunas oportunidades. Los corrimientos son, siempre, sabiendo que hay un límite de fondo. Si antes veía como a un pervertido a cualquier consumidor de prostitución, ahora sólo lo sostengo con aquellos que lo hacen sabiendo que la mujer está siendo sometida o si se trata de una menor.
"La prostitución no es un trabajo" escucho decir a una mujer en televisión. Lo que esconde esa postura es un pensamiento idílico del cuerpo; de lo que se puede o no se puede hacer con él. Un pensamiento cargado de religiosidad: el cuerpo como envase del alma, y en tanto uno es soporte del otro, no puede haber ningún tipo de distanciamiento entre ambos.
El distanciamiento de su propio cuerpo es, justamente, lo que señalaba David Viñas (¡David Viñas!) como característica de las putas. ¿Pero qué pasa con su deseo? Las que pueden sostener su actividad en el tiempo, las que no se quiebran y abandonan (siempre que tengan la libertad plena para hacerlo), está claro que experimentan algún tipo de goce en el hecho de ser "tomadas como un objeto".
El hombre que goza de la prostitución es aquel que disfruta de ese "distanciamiento" del cuerpo de la mujer. Pero ese distanciamiento lo es, en realidad, con el cuerpo del otro: los cuerpos son intercambiables sin que nada que importe cambie demasiado. El distanciamiento no sucede con el propio goce de la mujer...de ese goce su cuerpo se mantiene bien cerca: es decir del goce de negar algún tipo de intimidad entre su cuerpo y el cuerpo ambulatorio que pasa por su cama.
A mi se me ocurrió, mientras comía una picada a la salida del teatro, que la prostitución implica una masturbación acompañada por un cuerpo. Tal vez. Muchas veces nuestra genitalidad "pide" cuerpo. La mera masturbación imaginativa, a veces, es darle una aspirina a un canceroso.
Ahora se me ocurre que la prostitución no es sólo esa masturbación acompañada por un cuerpo, sino -además- por un cuerpo deseante (que no es en todos los casos, desde ya).
El otro nunca es un objeto; su deseo también está ahí, ocupando un lugar entre las sábanas húmedas. El que no tenga presente este punto (que hay allí un deseo, pero un deseo diferente al "socialmente aceptado en relación a los cuerpos y su genitalidad), no tolerará que una mujer pueda decir que se trata -lisa y llanamente- de un trabajo. Tampoco podrán ir a un prostíbulo (y si van la pasarán mal, tendrán impotencia o eyaculación precoz como síntoma neurótico) los que -desde esta postura unívoca del goce- piensen que lo que están haciendo en ese cuarto es una "violación consentida".
Lo que sí expulsa -a mi por lo menos- es que (para la mujer) se trata de un goce que borra el rostro del sujeto. De ahí la típica frase que se dice cuando un tipo la pasó increíblemente bien con una prostituta: "no te enamores"
De calores y dolores se trata esta entrada. Del dolor de la injusticia, del calor de diciembre, del calor que nos generan las mujeres en diciembre (y en enero, febrero, marzo, abril...)
Necesito un trago. Necesito varias noches seguidas, varios días de pura noche... para descansar.
¿Es mucho pedir?
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