jueves, 23 de enero de 2014

TE DOY MIS OJOS...

  




                                                          LOS DOS HEMISFERIOS




Nunca supe muy bien qué éramos. Sabía bien lo que hacíamos: acostarnos. Pero, al día de hoy, no puedo encontrar la palabra que defina la calidad de nuestros encuentros en aquellas largas jornadas sexuales a las que fuimos adictos. Mi obsesión por las nomenclaturas, por llamar las "cosas por su nombre", como decía mi abuelo, no me da tregua. ¿Amantes? ¿Pero acaso para ser un "amante" no hace falta -necesariamente- que se configure una infidelidad? ¿O también se puede ser amante sin que exista una pareja oficial, cuyos derechos reales sobre el cuerpo de la mujer (o del hombre) estén siendo vulnerados por un tercero? ¿O bastará para ser amante que no se "ame" más que el propio cuerpo, la pura composición de la carne que, envuelta en el remolino incesante de sus fluidos (el sudor, la saliva, los flujos masculinos y femeninos), se deje llevar por la oscuridad del deseo hacia el fondo de las sábanas?


Porque el amante no ama. Yo, que no me reconozco como amante, me acuesto y no amo.
Y no amar, en algún momento, me empezó a parecer algo increíblemente excitante. Pensaba -pienso-que cuanto menos amor hay, más libertad.


 Y Carla, mi amante, no guardaba nada de amor en su interior; su cuerpo era muy libre. Me recibía una o dos veces por semana en su departamento. Hablábamos muy poco. Nunca me quedó claro si trabajaba en una agencia de viajes o en una de publicidad, o en una de publicidad por la que tenía que viajar con frecuencia. Nunca tampoco me importó sacarme la duda. Sólo me importaba eso que pasaba entre nuestros cuerpos; entre nuestras manos y nuestras lenguas. Las lenguas se encontraban lo mínimo e indispensable para encender el fuego, y luego seguían camino al sur, hasta alojarse mansamente, largamente, en la entrepierna del otro. De la suya, al poco tiempo, brotaba un manantial pastoso, señal evidente de que una nueva fase del acto estaba en marcha. Entonces me subía y la bombeaba, variando periódicamente el ritmo, agarrándola de la cabeza, clavando la vista en la almohada. Un breve estremecimiento y nuestros cuerpos volvían a ser dos; el suyo con las piernas abiertas sobre las sábanas, con pequeñas cascadas de semen en el abdomen; el mío levemente vuelto hacia la puerta de la habitación, como buscando llenar el pecho de una ráfaga de aire fresco que se filtrara por al ventana.


Así nuestros primeros encuentros. Pero hubo otros y variados. Tal vez todo cambió la noche que, mientras ella se bañaba, descubrí su colección de películas pornográficas. En ese momento pensé que ya estaba en condiciones de etiquetar nuestro vínculo: "es un amigo" pensé. Pero después me representé la situación de dos amigos encamándose, y la repulsión que me produjo hizo que todo volviera a la nada puramente sexual del comienzo. Otra vez sexo sin envasar.


Carla, mi amante sin amor, tenía videos porno. Pero no sólo eran videos porno, sino que eran videos porno sadomasoquistas. Nunca disfruté de ese tipo de pornografía; me parecía  que escondía -o que exhibía mejor dicho- un tipo de perversión chocante para mi propia sexualidad. Sin llegar a producirme la aversión que me producían los videos que incluyen relaciones entre mujeres con animales, o de viejos con embarazadas, lo cierto es que la violencia nunca estuvo, hasta ese entonces, relaciona con mi forma de vivir la sexualidad.


De pronto me sentí excitado por la posibilidad de violentar a mi compañera a la hora del sexo. Sentí que iba a ser más libre (más libre de lo que ya era por la ausencia de amor) y que esa libertad iba a potenciar el goce hasta niveles insospechados.


Y así fue. La tomé del pelo apenas salió del baño y la empecé a arrastrar hacia la pieza. Al principio me miró espantada, pero -al  llegar a la cama- su cara se había transformado; empezó a morderme la boca, la lengua, el cuello. Me dolía, no entendía bien lo que estaba pasando, pero sí estaba decidido a dejar que las cosas siguieran por el curso en el que se habían iniciado. Rápidamente me encontré desnudo, crucificado en forma horizontal, mientras una perra hambrienta devoraba mi cuerpo a tarascones.


Esa noche, antes de quedarnos dormidos, nos miramos a los ojos. Nunca antes nos habíamos mirado a los ojos después de la batalla sexual; la rendición de nuestros cuerpos siempre era en solitario, como si la cama estuviera compuesta por dos hemisferios que, en determinado momento, pierden la conexión el uno con el otro.


Una vez, en plena faena, le pegué un cachetazo. Ella se excitó, vi asomar de su boca una lengua burlona como pidiendo más, pero no pude seguir. Entonces repetí el único gesto de violencia del que había sido capaz (tomarla con fuerza del pelo y llevarla hasta la habitación) y la penetré tan fuerte como pude. Esa noche volvimos a dormir en nuestros propios mundo, sin mirarnos a los ojos antes de apagar la luz.


Pasaron varios meses en los que no nos volvimos a ver. En ese tiempo no hice cosas extraordinarias: me dediqué a buscar un departamento para vivir, intercambié cartas acusatorias con mi papá y escribí algunas historias que siguen haciendo cola para nacer. 
Su llamado, anoche, me tomó por sorpresa. Su tono no tenía nada de la parquedad habitual con la que solía citarme a su departamento. Me dijo que me esperaba, que tenía ganas de verme, que la íbamos a pasar bien. Me incomodó un poco sentir su ansiedad; también me calentó.


Llegué muy nervioso. Me sentía un adolescente virginal tocando el timbre, solo, en un privado de mala muerte. Ella me recibió como siempre y -también como siempre- sin mediar palabra me llevó hasta la habitación. Mientras nos desvestíamos, se escuchó el ruido de unas llaves del otro lado de la puerta de entrada del departamento. Me incorporé de un salto. Carla no; permaneció tirada en la cama, con los pechos al aire, la lengua burlona apuntándome al corazón. Mientras registraba mi palidez, me señaló el placard. Pensé que la situación no era cierta, que esas escenas de película nunca pasaban en la vida real; pero ahí estaba yo, desnudo, juntando mi ropa con desesperación mientras me encerraba para esconderme del visitante inesperado. ¿Su esposo? Poco probable. ¿Un novio? Tal vez. ¿Otro amante? Seguramente.


Desde mi oscuridad absoluta advertí que el ruido de las llaves se transformó en una serie de pasos y esa serie de pasos en una voz grave que llamaba a la dueña de casa. Ella contestó y la voz grave se hizo presente en la habitación. Comencé a sentir el roce de los cuerpos, la lucha de las manos. Ella le pedía que fuera un hombre de verdad. El le decía que sí, que ya iba a ver. "Ya vas a ver putita", dijo.
Después vino el movimiento. Las sacudidas acompañadas del chillido de la cama, ese chillido que yo conocía también y del que -increíblemente- estaba siendo un testigo oculto y no su protagonista. De pronto escuché un golpe. Seco, fuerte. Después otro. Y otro. El primer golpe me sobresaltó. Cuando escuché el segundo, mi frente y mis manos se entibiaron. 


"¿Así que me engañas? ¿Así que cogés con otros?". El tono intimidatorio de las preguntas no impidieron que, en mi encierro, bajara la bragueta del pantalón para sacar el miembro, erecto, al aire. Para cuando llegó el próximo golpe, mi mano derecha iba y venía, descontrolada, al tiempo que cerraba los ojos imaginándome siendo parte de la escena que transcurría a pocos metros.
"Basta!" se escuchó, una y otra vez. Pero no había terminado el castigo. La estaba lastimando. A los ruidos secos y fuertes le siguieron ráfagas de aire, que, desde mi oscuridad masturbadora, adiviné como la hebilla del cinturón sacudiendo el cuerpo de Carla.


Un alarido final coincidió con mi eyaculación. Después un silencio seguido de un sollozo. La voz grave marcando con firmeza que no joda más con él, mientras sus pasos emprenden el camino de regreso hacia la puerta del departamento, y de allí a la calle.
Abrí la puerta del placard con lentitud. Carla estaba sentada en el suelo, llorando, de espaldas a mi. Se miraba las manos temblorosas. Franjas anaranjadas le cubrían la espalda desnuda. Trataba de ponerse de pie sin conseguirlo.
Salí de la habitación rumbo a la puerta. No veía las llaves por ningún lado, así que me asomé al balcón, evalué que ese primer piso era un desafío que podía pasar exitosamente, y salté a la calle.
Fue la mirada de una mujer en el colectivo la que me advirtió que tenía el cierre de la bragueta bajo.











































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