Una delivery de incongruencias al servicio de la dama que cuelga del hombro de la cartera o de la billetera en la que duerme, junto a roca y belgrano prensados, el caballero suburbano.
viernes, 12 de noviembre de 2010
EL PODER DE LA PALABRA...
Definir su poética y narrativa como literatura barrial, biográfica y cargada de marcas histórico-culturales, es confundir lo esencial con lo transitorio, como él cita a Eugenio Montale. Hace literatura, sí, con San Lorenzo de Almagro, con el dolor por la muerte de su madre y sus historias de niño sensible y joven rockero por las calles de su barrio, pero aclara: “no tengo una inmobiliaria en Boedo ni soy propulsor del grupo de Boedo, sólo conozco sus calles y voy a comer con mi familia” - porque en su obra no importan tanto los materiales utilizados como el efecto que su disposición logra en la emocionalidad del interlocutor: “hacer sentir algo que vuelve a uno con la fuerza de una verdad”.Fabian Casas, de el se trata, es uno de los escritores argentinos que más claramente está construyendo una obra personalísima, aunque se reivindica “panlingüístico”, piensa que “la literatura es algo colectivo, todos estamos compuestos por un montón de gente”, y que la obsesión de los escritores por la inmortalidad “es una discusión estéril: lo único evidente es que no va a quedar nadie”.
Ensayos Bonsái tiene una definición sobre los clásicos, ¿de algún modo discute con la de Borges?
Sí, él decía que clásico era lo que determinado grupo lee como verdad o revelación, y yo digo que clásica es la obra que establece ella misma los parámetros en los que va a ser leída. Pero los Bonsái tienen varias definiciones sobre los clásicos, que tal vez se contradicen entre sí. Algunos ensayos fueron escritos de un tirón en cuatro horas, mientras que un poema puedo corregirlo durante un año, y un relato como Asterix, que está en Los Lemmings, lo escribí a lo largo de diez años; nunca la musiquita del relato terminaba de satisfacerme, sentía que yo todavía estaba demasiado cerca del segmento experiencial del relato, los personajes todavía eran los que habían vivido conmigo, no se habían drenado y convertido en significantes. Una vez que la emoción impulsó el cuento o el poema, después lo trabajo como una máquina. Pero no tengo imaginación, en el sentido de que no creo algo desde la nada: recupero un mundo a partir de una memoria.
Ensayos Bonsái compila escritos previos, ya publicados en revistas y blogs. ¿Emecé lo fue a buscar?
Sí, querían publicarme “algo”. Puse una cláusula por la que no voy ni a la Feria del Libro ni a la televisión ni a la radio, salvo que me interese el periodista, no hago el Verano de Planeta ni nada que forme parte de la retórica de la literatura.
¿Por qué?
Me gustan los escritores que no te salen a buscar. Una vez, de vacaciones, desarmando la carpa de un amigo se cayó de adentro Molloy, de Beckett. Lo abrí al azar: “Estoy en el cuarto de mi madre, ahora soy yo el que vive acá”, uy, ¿qué es esto? Y después una parte en que Molloy -un vagabundo- va chupando piedras. Beckett te describe su sistema de guardarlas en un bolsillo, chuparlas, pasarlas a otro, como si fuera una máquina, durante páginas; es un fragmento central en su obra porque modifica la percepción de la literatura. Deleuze hace todo un trabajo sobre esa parte, en el Anti Edipo. Después leí toda la obra de Beckett, y lo que me encantó fue conocerlo así, de casualidad, sin información.
Hace poco César Aira reivindicaba la alta cultura con el mismo argumento: hay que ir a buscarla, no ataca en el supermercado o la radio.
El problema es la definición de alta cultura. Mucha gente piensa que es la que corresponde a las clases sofisticadas, pero las clases sofisticadas se comen muchos caños. Mucha gente de la alta cultura va a ver a Kuitca al Malba porque más que el trabajo de Kuitca le importa su poder simbólico, al que quieren quedar asociados, es un nivel de cliché superior. Para mí los museos son lugares en la ciudad, un valdío donde pasa algo raro, y la contracultura es invisible, cuando se vuelve visible desaparece.
En Ensayos utiliza ideas de varios filósofos, ¿cómo afectan sus estudios filosóficos a su relación con la literatura?
La turbina que me hace volar es el pensamiento filosófico. Por ejemplo, la gente pelea con uñas y dientes para ser esclava: eso es un pensamiento spinociano que me lleva a pensar que concebirse dentro de la literatura, pensarse como escritor, impide escribir. Nosotros somos como narraciones, todos, y si uno está atento puede escucharlas. Como dice Heidegger, hay que estar en estado de disponibilidad para sentir el peso del ser. Pero un montón de gente que conocí en mi barrio fue tan importante para mí en términos filosóficos como Heidegger. Los intelectuales siempre están muy atentos a ver si detectan lo que llaman populismo, y para mí el populismo es algo muy claro: ser de Independiente y decir que sos de Boca, como Maradona. Populismo es jugar para la tribuna.
¿Y las influencias literarias? ¿Por qué escritores argentinos se siente más marcado?
Ricardo Zelarayán es para mí el único argentino vivo con genio. Y es una obra que nunca será premiada, sancionada por la crítica, porque en sí misma rechaza todo eso. Para mí y gran parte de mi generación es una obra clave, junto con la de (Leónidas) Lamborghini, (Joaquín) Gianuzzi en mi caso, alguna novela de Saer, las primeras novelas de Aira.
¿Y Fogwill (a quien le dedica el cuento Casa con diez pinos y aparece en Asterix), lo marcó también como poeta?
Fogwill me parece un escritor muy muy bueno, con un gran talento narrativo, y encuentro poesía en sus relatos. Lo que me marca de Fogwill es una pulsión vital que tiene. Es una persona muy emotiva; todo el mundo habla de su gran inteligencia, y la inteligencia para mí no es un valor. El único valor que yo reconozco es el de la bondad; tampoco el valor erótico del dinero. Quique es un gran bocón con un ego demoledor que de fondo trabaja una cosa más atávica y emotiva, lee la literatura desde un lugar muy pasional y siempre está tratando de hacer surgir a los escritores jóvenes que lo estimulan. Su serie de cuentos me parece impresionante, así como Los Pichiciegos, que para mí tiene mucho más valor que ser “la novela de Malvinas”. A Los Pichiciegos siempre se le adjudican virtudes que yo adjudicaría a la publicidad, como adelantarse a determinadas cosas; la literatura no se tiene que adelantar a las cosas, no es su función, la literatura es atravesarte, hacer que el lenguaje brille y expandir tu sensibilidad. Que el lenguaje brille no significa escribir bien, porque por ahí yo no escribo bien dentro de los parámetros de lo que se supone que es escribir bien, hablo de cuando el lector interpelado por el texto encuentra ahí un sentido de su personalidad más allá de lo que le imponen las demandas sociales. Hoy la gente tiene mucho miedo y eso lleva al fascismo; además, hay una presión muy fuerte, de que hay que tener la mejor mina, le presión de los quiscos sobre el erotismo, ser un ganador en todo, y vivimos entonces en una gran insatisfacción. Nuestra cultura va hacia un colapso demoledor.
Frente a eso, ¿podría leerse su literatura como un intento por rescatar la fragilidad de la vida?
Sí, agarrar las palabras, limpiarlas y volver a ponerlas en el concierto de significados. Que vuelvan a tener fuerza vital después de tanto tiempo estereotipadas; que lo que digan sea la vida.
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