miércoles, 27 de julio de 2011

LA PALABRA EN EL DESIERTO...





¿Experiencia o literatura?
por Daniel Link para Perfil Cultura


¿Por qué nos convendría leer en los márgenes de la literatura o, incluso, leer marginalmente el centro de lo literario (es decir: el canon)? ¿Debe entenderse esa manía revisora (no quiero decir “revisionista”, pero se trata de eso) como una impugnación a las concepciones hegemónicas de la literatura, como resistencia al poder que, al mismo tiempo que fabrica modelos, establece sutiles dispositivos de censura? Eso, desde ya: pero también podría señalarse que tanto en las ampliaciones y desplazamiento de lo que se considera canónico en una literatura (por lo general, nacionalmente considerada) y la iluminación de zonas antes en penumbras, lo que se pretende es una vivificación de experiencias de la literatura (todas singulares) más que una versión corregida de un ordenamiento supuesto perfectible.
El canon supone procesos de selección, atribución de propiedades y de modelización (lo mismo para los santos que para los textos). Un texto o una vida, por lo tanto, no serían singulares, sino que son singularizados por un proceso complejo. La singularización afecta a una vida o a un texto que luego, en un segundo paso (ya no un paso de vida, sino un paso a la institución literaria), se volverán representativos y ejemplares. La vida de Rodolfo Walsh, la obra de Walsh, se dice, representa una manera de articular experiencias y sentidos, un modelo (positivo o negativo).
Algo del orden de lo particular (la vida vivida, el texto escrito) se singulariza, y luego de ese proceso de singularización se vuelve, de algún modo, universal. Una vida representa “la vida”, un texto representa “la literatura” (en cortes periódicos, al menos). Es así como la historia consagra una obra.
Una obra es ese encuentro real entre una masa de discurso y una vida: el nombre propio (Borges, Walsh) no es sino una forma de denominar un encuentro entre lo literario y lo viviente en el que un sujeto pone en juego su vida (como un apostador se juega su vida). Luego, el canon clasifica: asigna un lugar, una posición, una clase. Pero también transforma en clásico. ¿Todas las obras que integran el canon son clásicos? ¿Lo son del mismo modo? La clasificación se realiza de acuerdo con un ordo, que no es sólo posicional, sino jerárquico. Hay órdenes (entre los santos, entre los ángeles, entre las obras) y podría decirse que el clásico ocupa la jerarquía de primer rango dentro del canon (Hernández, Borges, Walsh). El clásico se propone como un modelo definitivo y para siempre (aun cuando, lo sabemos, el canon esté sujeto a revisiones, modificaciones, disputas, aniquilamientos).
Una obra se construye en dos dimensiones. Y la obra, como objeto de análisis, supone, pues, un doble sujeto. Por un lado, quien progresiva e imaginariamente otorga sentidos a su propia experiencia. Es el autor (no tanto la “persona”, sino el modo en que el sujeto se constituye en garante de ciertos textos). Por otro lado, quien retrospectivamente otorga sentidos a una práctica ajena. Son los críticos, los editores, los maestros. La obra será, pues, el espacio de articulación de dos subjetividades bien diferentes y es por eso que leer desde los márgenes (a contrapelo, si se quiere, de las lecturas hegemónicas, establecidas) puede ser tanto o más revelador que leer lo marginal.
Esa articulación puede ser a veces problemática, como en el caso de Rodolfo Walsh, porque al postular su nombre como una pieza decisiva del canon argentino, tal vez haya que definir previamente qué tipo de experiencia es la que se quiere leer en la articulación entre los textos y la vida de Walsh. El canon homogeneiza las diferencias entre las obras o los autores, precisamente para poder proponer modelos (que, a posteriori, se leerán como consistentes entre sí).
Angel Rama, por ejemplo, nos ha persuadido de que Walsh es el heredero de Borges, el que vuelve a hacer en los sesenta y los setenta lo que Borges hizo en los treinta (“Rodolfo Walsh: la narrativa en el conflicto de las culturas” en Literatura y clase social. México, Folios, 1983). Sea. Pero eso supone una operación de homogeneización propia del canon que pone a la experiencia que reconocemos como Walsh, retrospectivamente, en un lugar que tal vez le resulte incómodo.
La experiencia literaria de Borges es, lo sabemos, una experiencia del agotamiento. La de Walsh, por el contrario, es la experiencia de la imposibilidad (de menor intensidad que la de Beckett, pero con el mismo alcance) y, aunque la diferencia parezca muy sutil, es sin embargo inconmensurable (sin que esto implique, naturalmente, un juicio de valor, dado que la experiencia se sustrae, por principio, al dominio de lo estético).
Esa inconmensurabilidad significa, también, que no hay entre dos experiencias semejantes una relación genética (como quien dijera: después del agotamiento, la imposibilidad), porque la experiencia de la imposibilidad tal vez haya sido declarada mucho antes (por lo pronto, en Beckett).
No es que Angel Rama se equivocara al juzgar a Walsh, en algún sentido, borgeano. Es que lo tomaba, ya, en otro lugar (el lugar de la posteridad) que no era el lugar de la propia experiencia de Walsh.
De modo que la construcción de una obra es un proceso complejo y delicado. Un sujeto, el escritor, realiza opciones en relación con los textos, marca lugares de pertenencia, elige circuitos de circulación, formas adecuadas a un proyecto literario, juega su vida en relación con una masa de discurso (o ciertas imágenes). La institución reacciona de un modo o de otro, pero lo cierto es que vuelve a imprimir los valores universales del arte.
El canon estetiza. Facundo, por ejemplo, carece ya, para nosotros, de todo valor político (recuérdese que para muchos de sus contemporáneos, entre ellos José Hernández, se trataba de la obra de un asesino, de lo que podrían ser prueba circunstancial los fragmentos de correspondencia sarmientina sobre los gauchos y los paraguayos). Fuera del horizonte histórico de actuación política de Sarmiento, el canon nos autoriza a admirar la prosa de Facundo con absoluta prescindencia de los contenidos políticos que explicaron su emergencia (del mismo modo que no leemos ya La Ilíada en relación con su eficacia respecto de los modos de organización de la vida en el período jónico). El canon exige que los fundamentos de una obra sean sólo los universales del arte. Autonomiza (y, por lo tanto, estetiza) aquello que, en un nivel o en otro, formará parte de la institución literaria.
Porque el canon es esencialmente una construcción pedagógica (el tesoro de la humanidad, de la raza o de la patria) es que debe homogeneizar, monumentalizar y estetizar los textos que lo integran. Para quien pretenda una experiencia de lo literario (siempre singular, aun en la repetición), el canon puede resultar opresivo, porque tiende a normalizar y clasificar lo inclasificable. “YO YA NO ESCRIBO MAS”, exclama Walsh (con mayúsculas, en Ese hombre y otros papeles personales). Pero siguió escribiendo.
Escribir es seguir escribiendo pese a todo, porque hay que hacerlo, aunque no se pueda escribir, aunque no se encuentre la forma, la novela, el momento histórico, el público o, simplemente, el deseo. No acordarse es el motor. No acordarse de nadie ni de nada. Escribir en el vacío, contra el canon, o en sus márgenes.

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