Una delivery de incongruencias al servicio de la dama que cuelga del hombro de la cartera o de la billetera en la que duerme, junto a roca y belgrano prensados, el caballero suburbano.
jueves, 1 de diciembre de 2011
CIENCIA Y VIDA COTIDIANA...
Desde sus orígenes, el hombre ha pretendido entender el mundo y explicarse los fenómenos que lo rodean, desde sus vivencias más cotidianas hasta el funcionamiento del Universo. Para ello su intelecto se fue refinando para dar lugar a la herramienta más acabada que le ha permitido satisfacer su curiosidad de la manera más seria y más sólida: la ciencia.
La ciencia no sólo intenta explicarnos los grandes misterios de la vida y del cosmos, sino también es utilizada para conocer y comprender aspectos rutinarios que a algunos podrían parecer triviales debido a su carácter poco o nada extraordinarios. Pero también en esa vertiente sus productos son muy apreciados.
Sobre algunos de esos temas (el sexo, el amor, la cocina y sus derivados culinarios) Diego Golombek ha publicado el año pasado en Buenos Aires un par de volúmenes: Sexo, drogas y biología (y un poco de rock and roll), y, al alimón con Pablo Schwarzbaum, la tercera edición revisada y aumentada de El cocinero científico. Cuando la ciencia se mete en la cocina, ambos libros editados por Siglo XXI Editores Argentina y la Universidad Nacional de Quilmes Editorial.
Acerca de temas sobre los que versan ambos libros charlamos con el autor: el estado de la divulgación de la ciencia en América Latina, la relación de la ciencia y las grandes industrias, el aporte de la ciencia en la lucha contra la discriminación, los efectos del amor sobre los científicos, la posible manipulación del funcionamiento reproductivo humano, las transformaciones culinarias provocadas por sustancias sintéticas y los cambios que en materia de sexo, amor y cocina ha generado la revolución científico-tecnológica.
Golombek es Doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad de Buenos Aires y profesor en la Universidad Nacional de Quilmes. Es uno de los principales divulgadores latinoamericanos de la ciencia, labor por la que ha ganado distinciones como el Premio Konex, el Premio Nacional de Ciencias B. Houssay, el Premio al mejor libro de Educación 2005 (otorgado por la Fundación El Libro) y el Premio Ig Nobel (otorgado por la Universidad de Harvard). Actualmente es director de la colección de libros “Ciencia que ladra”, publicada por Siglo XXI Editores.
¿Por qué publicar estos libros?, ¿por qué editar la colección “Ciencia que ladra”?
Diego Golombek (DG): El convencimiento de que la ciencia se hace ciencia cuando se comunica, cuando se cuenta lo que se hace, y el considerar a la divulgación científica como una parte de la profesión. Uno como científico tiene que hacer experimentos, encontrar resultados, informar, publicar, formar estudiantes, pero también tiene que contar esto por muchas razones.
Una de las razones más sencillas es que somos científicos del sistema público: nos pagan con los impuestos, y es como rendir cuentas. Algunos rinden cuentas inventando vacunas o haciendo cuestiones que llegan directamente a la población; otros podemos rendir cuentas contando la cocina de la ciencia: cómo es que las cosas se manejan en la ciencia, en un lenguaje accesible pero sin perder el rigor.
Otra razón es absolutamente hedonista: a mí y a los autores de la colección nos causa muchísimo placer escribir y divertirnos contando (espero que los lectores también se diviertan). Es una razón un poco más egoísta, pero no menos válida: que nos guste hacerlo y nos cause placer.
Claro, y además, como dices, la ciencia puede convertirse en un conocimiento inútil si no se divulga.
DG: Exactamente.
Conoces bastante de divulgación de la ciencia no sólo en Argentina, sino también en América Latina. Cuando haces la metáfora con el Quijote, dices que la ciencia ladra, no muerde pero cabalga. En ese sentido y en términos generales, ¿cómo cabalga hoy la divulgación de la ciencia en América Latina, tanto en ámbitos académicos como en los medios de comunicación?
DG: En términos absolutos, más o menos; la veo pobre y nos falta muchísimo. En términos relativos, da para pensar y ser optimistas, porque realmente ha cambiado mucho en los últimos años en nuestros países. Creo que Argentina y México son buenos ejemplos.
Por varias razones ha cambiado la situación: porque los científicos han modificado su postura frente a la divulgación y ya no la consideran sólo una pérdida de tiempo, sino que piensan que es importante contar lo que hacen, sobre todo a las generaciones más jóvenes de científicos.
Por otro lado, los medios ven que hay un interés en que esto se divulgue, un interés incluso comercial; por allí pueden hacer un suplemento o un programa de televisión, y la gente lo ve.
El tercer punto es que el público se ha dado cuenta de que esto le interesa. Había una demanda oculta, desconocida, tanto para los que podíamos producir la información como para los que la reciben. Entonces la oferta fue creciendo al mismo tiempo que la demanda. Eso es algo bastante interesante.
De cualquier manera hay mucho por hacer, muchos esfuerzos pendientes para que los científicos se interesen más en esto, para profesionalizar la divulgación de la ciencia. Esto en México es bastante importante, porque acá hay divulgadores profesionales, mientras que en otros lugares de América Latina no los hay. También los hay en Brasil; en Argentina hay periodistas científicos, no necesariamente divulgadores profesionales.
Entonces veo las dos cosas: nos falta mucho, pero hoy hay mucho respecto a lo que había hace unos pocos años, lo cual da para ser optimista.
Ahora enfoquemos más la conversación hacia los libros. La ciencia se aplica a asuntos muy cotidianos, como lo son el sexo, el amor y la cocina. El sexo tiene mucho que ver con la belleza, por supuesto. ¿La ciencia ha ayudado, de alguna forma, a modelar y forjar los gustos de la gente?
DG: No sé si a modelarlos, pero sí a entenderlos, lo cual es fascinante porque finalmente es entendernos a nosotros mismos: entender por qué algo nos resulta atractivo, agradable o desagradable. Tendemos a pensar que eso es una cuestión casi puramente cultural o social, y que hay modas, que seguimos modelos de ropa o de pasarela, así como modelos pictóricos, artísticos e incluso en cocina, en lo cual la ciencia tiene poco que decir.
Es cierto: hay mucho de social y de cultural en ello, pero lo interesante es que también hay mucho de biológico, mucho que puede explicar otro tipo de ciencia. Por ejemplo, en el tema de la atracción de un hombre por una mujer uno puede pensar: “me gusta porque se parece a una actriz que me gusta.” Pero hay otras cuestiones estrictamente biológicas que apoyan la atracción, y tiene que ver con la evolución. Los fenómenos que son atractivos sexualmente son los fenómenos que finalmente llevan al mandato evolutivo de juntarnos con alguien y hacer una pareja para tener hijos, que es lo que quiere cualquier bicho que camine se arrastre o vuele, incluyendo los humanos.
Entonces las señales de ciertas proporciones en el cuerpo, ciertos rasgos en la cara, la simetría, ciertas señales de fuerza física en el macho, etcétera, son señales que inconscientemente el cerebro ve e interpreta como bellas, porque son señales que aumentan las posibilidades de tener una pareja y tener hijos sanos. Esto es lo que ocurre en el común de toda la naturaleza; lo fascinante es que los humanos aportamos un poco de eso y podemos llegar a tener una atracción más allá de fines reproductivos, lo que no ocurre en la naturaleza. Podemos llegar a enamorarnos, y vas a saber para qué sirve el amor en términos evolutivos, porque la gente se enamora y no anda por allí teniendo hijos y siguiendo de largo.
Hay muchas hipótesis: uno puede especular que uno se enamora y está con una pareja en forma estable, por lo que los hijos van a crecer más sanos y más protegidos, y por lo tanto tendrán más posibilidades de, a su vez, reproducirse y tener hijos, que es lo que quiere la evolución.
Entonces es otra mirada sobre las cosas de todos los días, una que no estamos acostumbrados a tener. Me parece que allí la ciencia puede darnos muchas satisfacciones por la posibilidad de conocernos, de interpretarnos mejor e incluso entretenernos con esto de hacernos preguntas con cosas que nos pasan todo el tiempo.
En ese sentido también me interesó ver cómo la ciencia ha colaborado de manera ciertamente indirecta con la industria, como en los casos que mencionas: Pasteur, Kellog, Sawyer. Algo muy interesante es el asunto de las feromonas. ¿Cómo ha sido la relación de la ciencia con las grandes industrias?
DG: Muy complicada. Si te vas a ejemplos de industria farmacéutica, la relación es muy complicada y hay conflictos graves. Hay conflictos en los cuales ciertas normas comunes en la ciencia pública no lo son en la ciencia corporativa, donde hay secretos, ya que persigue un fin comercial: pueden perseguir curar a la humanidad, pero quieren vender remedios. La ciencia pública no debiera tener secretos; hay conflictos permanentes con esto, pero al mismo tiempo y en el buen sentido, una puede alimentar a la otra y viceversa.
Entonces la buena política científica es aquella que promueve la colaboración genuina y dentro de un marco ético, entre la ciencia básica y la ciencia aplicada (estoy hablando particularmente de ejemplos farmacéuticos).
Por otro lado, es también un motor humano el del desarrollo, no sólo el del conocimiento per se. En nuestros países es muy importante y muy válido que haya lo que se conoce como ciencia básica, que es conocer: tengo preguntas porque quiero conocer el mundo, quiero sacudir el mundo a preguntas y ver qué me dice. Eso hay que apoyarlo porque de eso derivan las posibilidades de desarrollo y las aplicaciones.
Al mismo tiempo hay que fomentar investigaciones en áreas específicas de problemas regionales, como enfermedades, cuestiones energéticas y alimenticias, para dar respuesta a la calidad de vida de la gente.
Entonces es un equilibrio delicado que no siempre se cumple de la mejor manera. Finalmente es una cuestión de política científica, de distribuir recursos, de decidir prioridades sin dejar de lado a otras cosas que hay que hacer. Pero hay que establecer una serie de prioridades en la que cada gobierno y las sociedades de científicos deben colaborar para que sea la mejor para cada país.
En Sexo, drogas y biología abordas la polémica naturaleza versus cultura, que es la cuestión que atraviesa el libro. Me atrae la anécdota del director de una universidad inglesa que decía que los hombres eran más aptos para las matemáticas y la ciencia, y las mujeres para la cocina…
DG: El presidente de Harvard, Lawrence H. Summers.
Y hace poco un premio Nóbel dijo que los negros son menos inteligentes…
DG: Sí, James Watson. Fíjate, por suerte los dos tuvieron que renunciar, lo cual habla todavía bien de la sociedad científica. Toda la gente que dice esas pavadas, esas imbecilidades, tienen que renunciar.
¿Consideras que la ciencia esté colaborando a combatir esas tendencias discriminatorias
DG: Sí, no me cabe duda. La ciencia es una actividad racional que no debiera mezclarse con cuestiones de discriminación, pues la razón no está de acuerdo con ella. Si tomamos en cuenta a la ciencia como una aventura del pensar y de hacerse preguntas, todo aquel que quiera emprenderla, es bienvenido al tren.
Cualquier discriminación sobre otra base que no sea la del trabajo genuino de la gente inteligente que quiere esforzarse y avanzar en la ciencia, es charlatanería. Si bien la ciencia es una actividad humana, por lo cual no está exenta de todos los pecados humanos de celo, de competencia, de arribismo, de fraudes incluso, éstos son excepciones. Lo que motiva todavía a los científicos es el aumento del conocimiento, con todos esos condimentos propios de toda actividad humana.
Siendo así, la discriminación queda de lado, y aquel que diga “los negros son menos inteligentes”, al día siguiente tiene que renunciar, ya que no tiene cómo defenderlo; aquel que hable de razas directamente, tiene que renunciar, porque el proyecto genoma humano ha demostrado que no existen las razas; aquel que hable de las diferencias genéticas entre mujeres y hombres que hacen que unas sean aptas para una cosa y los otros para otra, tiene que irse porque eso no es cierto: son diferentes y complementarios mujeres y hombres, y afortunadamente el mundo es así.
De lo que dices me interesó mucho el combate a los mitos que realizas en tus libros (aunque señalas también algunos que parecen mitos y que no lo son, como es el ejemplo del agua que explota en el microondas). Creo que esa es una de las batallas fundamentales que tiene que dar la divulgación de la ciencia: la lucha contra los mitos y la seudociencia. ¿Cómo se puede distinguir una verdad científica de una charlatanería, la cual nos es presentada muchas veces como producto del trabajo científico?
DG: La ciencia se basa en evidencias, y la charlatanería se basa en charlatanes, en palabras. Entonces lo importante es saber encontrar e interpretar esas evidencias que avalan ciertas afirmaciones. Me parece muy rico que la cultura popular tenga mitos, unos son ciertos y otros no. Me resulta divertido que la ciencia se meta en algunos de ellos para tratar de demostrarlos o de refutarlos; como ejemplo está el de que puede ocurrir un sobrecalentamiento del agua en el microondas, y efectivamente eso puede dar una reacción exotérmica muy brusca que hace que salte y que la gente se pueda quemar.
Otros mitos: nuestras abuelas seguramente hacían el merengue, las claras batidas a nieve, en ollas de cobre, porque quedan mejor. Esto ha sido demostrado por la química: se produce una reacción entre el cobre y la albúmina que hace el merengue más estable.
Algunos otros mitos son completamente ficticios; uno que les encanta a los cocineros es el de que para que la carne quede jugosa en el horno, hay que sellarlo (es decir, calentarlo bruscamente en una sartén o en una plancha, supuestamente para que se cierren los poros de la superficie de la carne y que el agua quede dentro). Esto es mentira; no es cierto porque la carne no tiene poros, por lo que no hay nada que cerrar, y entonces el agua se va a escapar de la misma manera. Lo que ocurre es que la carne va a quedar más sabrosa, y por lo tanto al ponerla en la boca vas a salivar más y te va a parecer más jugosa.
Entonces este rol de la ciencia como derrumba-mitos o apoya-mitos, me parece fundamental, es muy entretenido. Esa es una forma de demostrar lo que nosotros queremos hacer con la colección: contar que la ciencia no sólo está en laboratorios, en las academias, no sólo se nutre de científicos chiflados a los que nadie les entiende nada, sino de las preguntas que vos hacés en lo que te pasa en la vida cotidiana permanentemente, ya sea en la cocina, en el baño, en la cama, en el Metro. Eso es lo que queremos lograr con esta colección.
Abordando otro tema: ¿no te parecen negativos los efectos que tiene el amor sobre los científicos, sobre las personas que se dedican al pensamiento? Lo digo en tanto en uno de los libros hablas de las reacciones de la neuroquímica del cerebro y que dices que se inhiben ciertas zonas del cerebro, entre otras la dedicada al pensamiento crítico.
DG: Por supuesto; en el estado de enamoramiento, que es el estado inicial, cuando vos realmente sos una persona diferente, esas primeras semanas en las que estás perdidamente enamorado de alguien, te convertís en otra persona, en una que pierde su capacidad de raciocinio, que pierde un poco su capacidad de atención, no puede elegir correctamente. Esto está avalado por pruebas de laboratorio, en las cuales se lleva a sujetos que manifiestan estar enamorados, lo que se corrobora porque les presentás una foto de la persona de la cual están enamorados, y algo se enciende en el cerebro, diferente que si les presentás una foto de cualquier otra persona.
A esas personas que están en estado de enamoramiento, efectivamente les va mal cuando se les hacen pruebas de cognición, de memoria, de decisiones. Pero, al mismo tiempo, los científicos son humanos y por suerte se enamoran, y les dura el estado de enamoramiento lo mismo que a cualquier otro. En ese estado no les saldrán muy bien los experimentos, pero son gajes del oficio.
En el libro sobre el sexo haces varias comparaciones del ser humano con muchos animales, desde la araña hasta el bonobo. En materia de sexo y amor, ¿hay alguna característica que distinga al ser humano del resto de los animales?
DG: La verdad que nada, siendo absolutistas; lo más importante es considerar que los humanos son animales como cualquier otro. Si nos ponemos a hilar más fino, la cultura, aparentemente, es un fenómeno humano: no podríamos hablar de cultura animal (si bien es muy difícil definir el concepto de cultura), aunque hay comunicación animal, hay lenguaje, hay ciertos comportamientos muy complejos que alguien podría interpretar como cultura.
Dentro del comportamiento reproductivo, me parece que los humanos tienen ciertas características que los hacen únicos. Por ejemplo, esto de lo que hablábamos hace un momento: de la atracción más allá de un fenómeno reproductivo, que no existe o no tiende a existir en la naturaleza. La monogamia, si bien no es universal entre los humanos (sabemos que no es así), es bastante específica entre los humanos. También hay ejemplos en la naturaleza, pero son minoritarios.
Otra característica que distingue a los humanos de otras especies es que su comportamiento reproductivo escapa a las reglas de la fertilidad. No puede sentirse atraído hacia la hembra o hacia un macho más allá de un fin reproductivo. Por ejemplo: la hembra humana tiene un ciclo menstrual de 28 días, en tres de los cuales es fértil. Pero nosotros no nos juntamos con humanas solamente en esos días: tenemos atracción y relaciones sexuales en otros momentos del ciclo, e incluso fuera del ciclo. Puede resultar incluso muy atractiva una mujer que ya ha pasado la menopausia. Eso es bastante privativo de los humanos.
De la misma manera, hablando del ciclo menstrual de las mujeres, hay algo que comparten con el resto de los animales: muchos animales hembra muestran su receptividad sexual, muestran que son fértiles: cambian de color, emiten determinados olores, se ponen en posturas determinadas. Las humanas, no; uno no anda por la calle diciendo “está mujer debe estar ovulando, esa menstruando, esas otras así y así”. Uno no se da cuenta si están fértiles; sin embargo, hay señales inconscientes del momento de la ovulación, por ejemplo “olores inconscientes” (así entre comillas, ya que no son olores porque no se sienten de manera conciente), como las llamadas feromonas. Un experimento muy curioso es que si uno mide, con métodos muy precisos y pequeños, las partes izquierda y derecha de la mujer, es apenas más simétrica en el momento de la ovulación, y la simetría se entiende inconscientemente como algo más atractivo. Por lo tanto, si bien escapamos al mandato de la atracción por pura reproducción, también hay señales de que la atracción es máxima en momentos reproductivos.
Casi al final este libro, donde hablas de las estrellas de rock, explicas que el libro busca entender algunas de las cuestiones más básicas que nos conforman, como son el amor y el sexo. Pero, ¿qué peligros pueden llegar a correrse con un cabal entendimiento del funcionamiento reproductivo e incluso su posible manipulación? Te hago la pregunta también incluso en términos de bioética.
DG: En principio creo que ninguno en términos absolutos porque creo que nunca terminamos de entendernos. La subjetividad es lo que más nos representa, y si bien la ciencia se está metiendo en la subjetividad, en el estudio de la conciencia, de las bases biológicas de la moral, del estudio del pensamiento (que es meterse con nuestra subjetividad), hay algo allí que escapa a la ciencia, y afortunadamente es así. Hay un misterio que, creo, va a seguir siéndolo porque vamos a seguir siendo entes subjetivos y en permanente modificación.
Por otro lado, hay una cuestión de órdenes de organización, órdenes jerárquicos: estamos tratando de entender un orden muy complejo como nosotros, por nosotros mismos. Nuestro cerebro es la herramienta para entender nuestro cerebro. Algo hace ruido allí, porque para entender una célula microscópica necesitamos microscopios; no tenemos macroscopio del cerebro para entenderlo, si bien cada vez sabemos más.
Hay que mencionar que hay una posición que nunca se ha perdido en la historia de la humanidad y que está presente: una posición, un tanto conservadora tal vez, de miedo al progreso. Había un grupo en Inglaterra, los luditas, llamados así por Ned Ludd, que era un tipo que le tenía pavor al progreso porque iba a deshumanizarnos completamente. Esta es una actitud perfectamente normal y absolutamente corriente en la sociedad. En las encuestas de percepción pública de la ciencia en general se hacen preguntas de cuánto hay que apoyar a la ciencia, si la ciencia sirve para ayudarnos (dicen que es maravillosa), e inmediatamente después se hace otra: ¿no será que la ciencia también tiene sus riesgos, nos va a deshumanizar y nos va a convertir en máquinas? Entonces, la misma gente que dijo que la ciencia era maravillosa, dice que sí. No tenemos muy claro cuál es el rol de la ciencia.
Sin embargo, la ciencia, entendida como esta aventura de conocernos, de la cual venimos hablando, es maravillosa. Hay gente que piensa que al conocer fenómenos poéticos, el conocer la naturaleza, el conocer una puesta de sol, el conocer las estrellas, les quita poesía, les quita belleza. Me parece que es todo lo contrario: el conocer agrega belleza, el saber cómo es el mundo, el conocernos a nosotros mismos nos agrega belleza y se la agrega también al mundo. Vuelve al Universo un fenómeno conocible, y no un fenómeno que nos angustia porque es desconocido.
Al principio (y esto no es mío, sino de Marcelino Cereijido) la fuerza evolutiva de la angustia frente a lo desconocido es enorme, porque nos hace inventar cosas para conocer: inventar luz para conocer lo oscuro. Eso lleva a conocer más y más; eso no puede darnos miedo porque eso detendría el progreso, lo que es imposible. En ese sentido soy absolutamente positivista, aunque el positivismo está un poco fuera de moda en este momento, además de que se han acabado las grandes guerras relativistas, aunque todavía existen, sobre todo a partir de ciertas escuelas de las ciencias sociales que discuten hasta la realidad misma. Hay cosas que, si vos haces ciencia, no puedes poner en tela de juicio: hay una realidad, hay datos. Si vos le pedís datos a la naturaleza, te los da; esos datos son únicos. Obviamente que la ciencia, en tanto actividad humana, es una actividad de interpretación, y allí sí tenemos para pelearnos y discutir; mientras tanto, los fenómenos del posmodernismo y del relativismo extremos no tienen nada qué hacer con la ciencia.
Me parece muy completa la descripción de la disposición de los alimentos en El cocinero científico, además de muy divertida. ¿Has pensado en ahondar, más allá de la preparación de los alimentos, en los efectos que los alimentos tienen sobre la salud? También está el tema de los hábitos alimenticios, me parece.
DG: La pregunta es perfecta, y es adrede que eso no figura en el libro porque somos especialistas en cocina científica pero para nada en nutrición. Ésta es una disciplina establecida y con buena bibliografía. No quisimos meternos en eso porque no sabemos sobre eso.
Básicamente se trata de reinterpretar textos existentes, y no nos metemos con nutrición. Además, meter los temas nutricionales y de salud alimenticia en el estilo que queremos que la colección tenga, la volvería más solemne. Entonces quisimos poner química, física, biología y la cocina de todos los días. Tal vez en algún momento haya en la colección un libro sobre nutrición de alguien que maneje bien el tema. Pero de que es necesario hacer educación sobre ese tema no me cabe duda.
También podría mencionarse a los transgénicos. ¿Crees que estas nuevas sustancias y cultivos cambien la cocina?
DG: No es lo mismo hablar de cuestiones sintéticas, como ciertos edulcorantes, que de alimentos transgénicos. Éstos son exactamente iguales, y no los podrías reconocer nutricionalmente de los alimentos no transgénicos. Básicamente esto es un avance impresionante de la biotecnología que, con ciertos cuidados, debe ser incentivado y valorado por lo que es: está permitiendo que regiones relativamente pobres del planeta puedan tener cosechas como jamás las habían soñado, además de luchar contra las plagas. No puedes distinguirlos de los no transgénicos, a menos que el objeto de lo que vos agregas a una planta o a ese animal sea algo nutricional; por ejemplo, que quieras que tenga más vitaminas, o que quieras que la leche de una vaca produzca una hormona de crecimiento, y allí sí lo vas a distinguir para bien. Bienvenido sea el transgénico.
En el caso de los alimentos, o más bien condimentos sintéticos, la cosa es distinta: sí modifican la forma de cocinar, la forma de acercarse a un fenómeno culinario. El tema de los edulcorantes es complicadísimo, porque influye socialmente: la mirada que queremos tener sobre nosotros mismos y sobre nuestro cuerpo influye también sobre una cuestión evolutiva. ¿Por qué hay una epidemia de obesidad en el mundo? Porque no estamos preparados para las dietas que tenemos. Todos estamos preparados para vivir en el bosque, en la selva, en las cuevas, para que nos cueste mucho encontrar una fuente energética muy rica en hidratos de carbono, en azúcares. Estamos preparados a que cada tanto podemos cazar un mamut y por ese mes nos atiborramos, y después no saber cuándo vamos a poder tener otro tipo de alimentos. Para esta posibilidad que tenemos ahora de despilfarrar, de abrir la heladera y comernos un helado con un montón de azúcar, nuestro cuerpo no está evolutivamente adaptado y no lo sabe manejar. El resultado de eso es la obesidad.
Entonces los edulcorantes responden un poco a eso: a habernos acostumbrado a ciertos gustos que históricamente no existían, por lo que al tener ahora problemas nutricionales graves que pueden conducir a una enfermedad gravísima como es la obesidad, pues hubo que hacer reemplazos de cierta manera sintética para que no fuera tan grave. Y aparecieron los edulcorantes, que tienen problemas propios y tienen mala prensa. Pero para tener problemas con ellos deberías ingerir dosis altísimas de sacarina, aspartame y ciclamato; necesitarías tomarte cien latas de Coca Cola light.
Para terminar, ¿cómo han cambiado el sexo, el amor, la cocina, con lo que nos ha traído la revolución científico-tecnológica?
DG: Hay cambios sin duda. A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, siglos de un avance tecnológico (más que científico) enorme, inédito y muchísimo mayor a todos los siglos que los precedieron. Eso influyó en el confort, en la calidad de vida, influyó en disminuir la inequidad social (si bien no la ha resuelto, problema que tenemos particularmente en nuestros países), ha ayudado a aumentar la esperanza de vida, a mejorar los alimentos, etcétera.
Posiblemente el mayor efecto de la tecnología sobre la vida cotidiana es que ha modificado el sentido del tiempo. Todo ocurre más rápido, estamos apurados (sobre todo en la vida en la ciudad, aunque también en el campo ocurre), en los medios de difusión que nos bombardean permanentemente, etcétera,. Todo eso ha modificado el tiempo que le dedicamos a las diferentes actividades, desde las interpersonales hasta las tareas profesionales, al ocio, al dormir y a la vigilia. Esto tiene su resultado en tareas como la cocina o las relaciones pasionales, las relaciones de pareja; el tiempo que le dedicamos al amor y al afecto, que se ve complicado por otros aspectos que llaman nuestra atención.
De nuevo: evolutivamente no estamos preparados para que haya tantos estímulos bombardeándonos permanentemente. Estamos preparados para preocuparnos de que no nos coman, montar algo para comer, montar una pareja con la cual ser feliz y tener hijos. De pronto la tecnología nos obliga a lidiar con una cantidad enorme de estimulaciones que antes no existían. Eso modifica el sentido del tiempo, lo cual modifica todo el resto de nuestra vida: la cocina, el amor, el sexo, las comunicaciones, el lenguaje, el dormir, el trabajo, el ocio.
Por lo tanto sí, sin duda la ciencia y la tecnología tienen ese efecto secundario posiblemente inevitable. Me parece que en la balanza, los beneficios de la ciencia y la tecnología son tan enormemente superiores a sus riesgos y a sus problemas, que no es cuestión de decirse “hay que parar un poco con el avance científico tecnológico”, porque todavía hay demasiados problemas por resolver.
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