Después de ver "Contra viento y marea" (1996), puedo decir que coincido plenamente en el diagnóstico de Daniel Link sobre las películas de Lars Von trier: son, a la vez, tan fascinantes como aterradoras.
Pienso en las filmografía que recorrí del gran director: "Bailarina en la oscuridad", "Dogville", "Manderlay", "Anticristo" , "Melancolía" y -recientemente- "Contra viento y marea". Todas son de una potencia, de una intensidad -visual, interpretativa, ideológica- que nunca encontré en ningún otro director de cine contemporáneo. Tal vez en "Sacrificio" de Tarkovski (justamente director del que Von Trier se declara deudor). Dicho esto, no puedo menos que coincidir con el propio danés, cuando se autoproclama "el mejor director del mundo".
Así es. Sus películas, todas excesivas, desmesuradas (pero aun así increíblemente reales y de allí el horror que generan), reducen a a gran parte del cine que se produce en todo el mundo a un menú de casa de comidas rápidas.
Buscando en Internet, me entero del nuevo plato ( aún se encuentra en la cocina) que está elaborando: se trata de la historia sexual de una mujer, desde su nacimiento hasta su presente (50 años) y hará dos versiones: una "light" y otra porno.
Sobre "Anticristo" (2009), película que le valió la reprobación mayoritaria en el festival de Cannes, puedo decir que luego de verla comprobé la veracidad de un diagnóstico. Es decir que, efectivamente, "tiene la fuerza indescriptible del delirio de un enfermo mental", según diagnosticara (y no se puede usar otra palabra que no sea "diagnosticar" al hablar de esta película) el crítico Sergi Sánchez.
Lo que sigue es un análisis (de "Anticristo" y de Von Trier) de Carlos Gamerro para el suplemento Radar de Página 12, publicado el 14/11/2010:
"A Lars von Trier suele tachárselo de provocador. La película que lo hizo conocido ante un público masivo, Breaking the Waves (Contra viento y marea), presenta el caso de una muchacha de un cerrado y rígidamente protestante pueblo del norte de Escocia, que cree que habla con Dios, que se casa con un “extranjero” que trabaja en una plataforma petrolera y, no pudiendo soportar su ausencia, le pide a Dios que se lo traiga de vuelta, y se convence de que su deseo ha sido concedido, con venganza, cuando éste le es devuelto, parapléjico, tras un accidente de trabajo. A partir de allí la joven pasará de presbiteriana a prostituta, en principio para satisfacer las fantasías de su marido incapacitado, pronto convencida de que sólo su sacrificio operará el milagro de curarlo. Y así se entregará a unos marineros violentos, a sabiendas de que la esperan para violarla, y morirá a sus manos. ¿Final trágico, que nos previene contra las consecuencias del fanatismo religioso mal entendido?
Esta tradición, específicamente cinematográfica y específicamente danesa, tenía su monumento en un film anterior: La pasión de Juana de Arco de Carl Dreyer. Los principales elementos aparecen en la recreación de Von Trier: la joven simple, campesina o de pueblito aislado, que habla con Dios, que decide encarar una misión de inspiración divina, que es juzgada y condenada, y que luego, descubrimos, tenía razón, y se logra el milagro. El único elemento que parece ajeno y hasta hostil a la leyenda de Santa Juana, el de la promiscuidad sexual, no lo es tanto: al menos en el bando contrario se la veía como una mezcla de bruja y putita hábil, como evidencia la Pucelle que presentó Shakespeare en su Enrique VI primera parte.
Entre sus otras provocaciones, Von Trier inventó el movimiento Dogma, redactó su manifiesto, hizo una película (Los idiotas) ateniéndose rigurosamente a sus parámetros para mostrar cómo se hacía, y después los dejó para la gilada; en Los idiotas, también, incluyó escenas de sexo real, en close-ups pornográficos (adjetivo en sentido no moral sino apenas estético); en Dogville desarrolló una película entera en un set con las casas, calles y otras locaciones apenas dibujadas sobre el suelo, demostrando que no faltaba nada, y así arrasó con algunas verdades aceptadas sobre la diferencia entre lo teatral y lo cinematográfico; y en Dancer in the Dark (Bailarina en la oscuridad) inventó un género en apariencia imposible: la tragedia musical... Cada uno de sus proyectos se convierte en una respuesta a la pregunta más simple y radical de todas: “¿Por qué no?”.
En Anticristo, la provocación comienza como escándalo estilístico: las tomas de Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg haciendo el amor mientras su niño, descuidado, trepa hacia a una ventana abierta, se asoma y, en cámara lenta, junto con la nieve que flota, sin sonido, bellamente cae a su muerte, son de un esteticismo ofensivo, casi insultante.
Así arranca la historia. Tras un período de internación, y disconforme con el tratamiento que su desconsolada esposa recibe, Dafoe decide llevarla a una cabaña del bosque en un lugar llamado (ja ja) Edén, donde él, comprensivo, paternal y cariñoso, intentará curarla de su trauma. Primera señal de alarma: un padre que ha perdido a su hijo por un descuido de ambos intentará tratar terapéuticamente a la madre que ha perdido a su hijo por un descuido de ambos: pocas veces en la historia del relato occidental alcanzó la hubris trágica, esa arrogancia o exceso de confianza que los dioses griegos elegían como blanco favorito de sus venganzas, cimas tan altas. Uno presiente que, de acá en más, todo lo que le suceda a Dafoe lo tendrá bien merecido: los dioses nunca dejarán pasar semejante dulce sin probarlo.
Pero eso sería si la espesura del bosque norteamericano estuviera habitada por ellos, con su corte de ninfas y sátiros. Mala suerte: los dioses griegos nunca cruzaron el Atlántico. Quien sí lo hizo, como polizonte en alguno o en todos los barcos que fueron llegando, fue el demonio de los cristianos, también conocido como el Anticristo.
A partir de aquí la dinámica de la película de Von Trier se inserta en un poderoso modelo de historias de parejas que, en un aislamiento geográfico o meramente emotivo, dedican todas sus energías a aniquilarse: desde las piezas pioneras de August Strindberg, como La danza de la muerte y El padre, a ¿Quién le teme a Virginia Woolf? de Edward Albee (la única con final feliz), la más comercial La guerra de los Roses de Danny DeVito y la despiadada y oscura Bitter Moon (Perversa luna de hiel), una de las mejores películas de Roman Polanski. La guerra de los sexos, siempre que sea a muerte, rinde, en las tablas y en la pantalla.
La diferencia, acá, está en el bosque. El bosque es la selva oscura de Dante, lugar de la perdición y los instintos primordiales; es el lugar terrible de los cuentos infantiles, donde el lobo embosca a Caperucita y Hansel y Gretel caen en manos de la bruja caníbal. De manera menos metafórica, más directa e inmediata, el bosque primordial fue para los puritanos que se establecieron en un bordecito de playa de Nueva Inglaterra lo que el desierto para nosotros: el mal de la extensión, de lo salvaje, lo opuesto a lo civilizado: lo que siempre estaba, como la selva de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad o la de Aguirre, la ira de Dios de Werner Herzog, presto a devorarlos, por fuera y por dentro. Para los colonos de Nueva Inglaterra, en el bosque habitaba el diablo: allí se dirigían las brujas para firmar su nombre en su libro, con sangre, allí se realizaban los aquelarres, allí se enterraba a los niños asesinados. De esos senderos se volvía para siempre cambiado.
El personaje de Charlotte Gainsbourg, pronto nos enteramos, estaba escribiendo, en la misma cabaña del mismo bosque, una tesis sobre el feminicidio, más precisamente sobre la manera en que los hombres crearon la figura de la bruja, para luego, a través de ella, castigar y exorcizar cualquier intento de las mujeres por escapar, resistir o aun invertir las estructuras de poder patriarcales. Otro momento para preocuparse: si una película de Von Trier parece suscribir a una tesis reconfortantemente progre, es el momento de ajustarse los cinturones.
Porque pronto descubrimos, con Willem Dafoe revisando papeles, fotos, que ella es en efecto una bruja, o cree serlo (¿cuál es la diferencia?), que atormentaba al niño de diversas maneras; que, finalmente, lo vio cuando se acercaba a la ventana pero, cogida como estaba en ese momento, no hizo nada por impedir su caída, y alcanzó el clímax en el momento de su muerte. El sexo aniquilador, absoluto, y el infanticidio han sido desde siempre dos rasgos constitutivos del ser bruja.
En otra escena memorable, ella, cuando el marido intenta alejarla, comprensivo del sexo-desatado-entregándose-al-cual-ella-busca-tapar-su-dolor, sale desnuda al bosque y, al pie de uno de sus grandes árboles, se masturba desaforadamente, retorciéndose, uniéndose a las grandes raíces; él sale, y como para mostrar que sigue siendo útil, consiente en “satisfacerla”. Si la escena es erótica, lo es de modo muy perturbador: Willem Dafoe, con todo su tamaño y sus músculos, parece poco más que un dedo más grande.
Ella, o tal vez su demonio femenino que la ha poseído, odia al hombre que la somete y domina con sus buenas intenciones y su comprensión, odia al niño que la convierte en madre y la separa del caliente mundo del sexo sin barreras, odia al falo que le da el goce, pero también podría negárselo: no sorprende, entonces, que el acto sexual más explícito y sofocante de la película sea aquel en que descubrimos, flashback mediante, que ella deseó la caída del niño; aquel en el que golpea con un tronco los testículos de su marido, desmayándolo, y luego masturbándolo hasta hacerlo eyacular sangre (Bataille, de haber vivido para verlo, podría haber dicho: “No se molesten en leer El erotismo, basta con ver esta escena”); y tampoco sorprende (aunque sí da un miedo de película) que tras esto se inflija con un par de tijeras una clitoridectomía casera. Esta práctica, execrada con razón por feministas y activistas de los derechos humanos de gran parte del mundo, deviene aquí automutilación desesperada de monje medieval: la versión femenina de Orígenes.
Este es el sexo de Anticristo: aquel que abomina de la procreación, aquel contra el cual advierten, con razón, los sacerdotes y los lleva a practicar como una rutina los abusos sexuales, el que llena de crímenes pasionales y violaciones las páginas policiales, el que Bataille hermana con la muerte y la tortura, el gran enemigo de la civilización tal como la conocemos; el que llevó a Freud a la trágica resignación de El malestar en la cultura, de que no hay reconciliación, ni superación posible, sino mera lucha eterna y treguas temporarias, entre el impulso de la satisfacción de los deseos, que es el de la felicidad, y los requerimientos de la vida ordenada en comunidades organizadas.
En Cannes 2009, la película de Von Trier recibió el primer anti-premio jamás otorgado por el jurado ecuménico, “al autoproclamado mejor director del mundo, por su película más misógina”, explicación que dice más sobre quienes lo otorgaron que sobre el premiado. Quién sabe si es el mejor director, pero sin duda es el único que, hoy, sigue creyendo en un cine donde son posibles películas como Salò de Pasolini.
La etiqueta de provocador, entonces, a Lars Von Trier le queda corta por donde se mire. Esto no es provocar. Esto es buscar las verdades insoportables en la médula de los espectadores. No nos ayuda a entender sino a tomar conciencia de todo lo que no entendemos.
Uno sale de ver una película como Las brujas de Salem de Nicholas Hytner, por ejemplo, sacudiendo la cabeza, chasqueando la lengua y pensando “qué cosa, estos puritanos, cómo cazaban brujas”, y se va a dormir tranquilo. Uno sale de ver Anticristo estremecido de pena y espanto, cargado de compasión y terror (porque no hubo catarsis alguna); y esa noche no duerme."
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