miércoles, 6 de noviembre de 2013

CARTA AL PADRE...


 
 
Leo tu carta, breve, brevísima; casi un comunicado mal escrito. La leo y te leo. Hablás de defectos y virtudes y decís que los tenés vos y los tengo yo. Claro. Seguro que sí. También los tienen mis amigos (y aun así sostenemos el vínculo en el tiempo). También el difunto asesino Videla. También Federer, Kasparov y Piazzolla. Y, sospecho, también los miles de millones de personas que habitan este mundo. No se trata, entonces, de defectos y virtudes.  Se trata de no esconder la propia subjetividad, el propio deseo, en la maraña de defectos y virtudes que todos tenemos. De no esconderse en la multitud. Y vos te escondés.
Cuando decís que el vínculo entre padres e hijos no se puede romper porque es algo natural en los seres humanos, te estás escondiendo. Cuando decís que, si se rompe ese vínculo, eso conlleva “trastornos emocionales y psicológicos que pueden derivar en enfermedades”, inmediatamente aclarás que “es un análisis que hago”. No decís “es lo que creo nos va a pasar a vos y a mí”.

Te escondés en las generalidades, te escondés en la multitud. Le sacás al cuerpo a las palabras. Y no me extraña que lo hagas ahora porque es lo que hiciste toda la vida. Toda la vida estuviste en otro lado.
Que quede claro: no es por tus “defectos” que decidí dejar de verte; es por tu falta de deseo, por tu eterna indiferencia. No se puede pelear contra esa falta; lo mejor me parece sincerarla. A un sinceramiento siempre es posible que le siga -trabajo mediante- un estado de libertad mayor. 
Es esa falta de deseo –en mí pero también en las personas en general- lo que no te deja ver la realidad de las cosas.
“Vos rompiste el vínculo no viniendo más; está en vos recomponerlo”. Yo considero que el vínculo estuvo roto desde siempre, sólo que me llevó muchos años aceptarlo y darle un corte material. Ahora me queda lo más bravo, que es reconocer las marcas que quedaron de tantos años de frustración (seguir viviendo en tu casa, por ejemplo) y ver qué me pasa a mí con la paternidad.

Uno puede empezar muchos proyectos en la vida sin sentir un deseo intenso por eso que va a venir: carreras universitarias, emprendimientos laborales, convivencias, etc. Y, en todos esos casos, el deseo se puede fortalecer  sobre la marcha o se puede ir perdiendo en el camino hasta extraviarse por completo. En este último caso el proyecto simplemente se deja de lado y se pasa a otra cosa. Pero hay una cosa en la vida, una sola cosa tal vez, en la que uno no puede tirarse a la pileta sin saber si hay agua. Los costos pueden resultar muy altos. Y vos lo hiciste. Te tiraste. 
Ahora, después de un año sin vernos, me escribís para recomponer el vínculo. El vínculo que te interesa recomponer es el vínculo en el que vos te sentís cómodo: el vínculo de subordinación. No hay otra forma de vínculo posible desde tu perspectiva. 

Como sos una persona que no puede tener una conexión profunda con nadie (por eso nunca te conocí un solo amigo), la única forma de vincularte con los demás (parejas, hijos) es en los términos de “jefe-empleado”.
Yo fui empleado tuyo. Pablo también. Regina también. Mamá también. Estela también. Personas que fuimos, a la vez, hijos o parejas o parejas de hijos, pero también empleados. Ser jefe es, déjame decirte, también una forma de esconderse.

¿Sabés cuál es la función de un padre? No es “no tener defectos”; es criar un hijo, transmitirle valores, acompañarlo a  estar en la cultura en la que se vive y sostenerlo hasta que el hijo tenga la madurez para sostenerse solo. Recién ahí el padre se ubica en otra posición.

Jamás lo sentí así.  Yo no fui acompañado a estar en el mundo; fui depositado. Aún hoy me pasa, y no sólo en situaciones de formalidad, sino que, por ejemplo, me molesta mucho ir a una fiesta y que no haya nadie que me presente.  No me siento cómodo. Siento que no tengo nada que hacer ahí.
Durante mis peores años percibí al mundo entero como una gran fiesta en la que yo debía participar obligadamente aun sin tener mi tarjeta de invitación. Ajeno en todos lados. Extraño frente a todos.

Lo que enferma, tal vez, no sea romper los vínculos, sino –justamente- no poder salir de esos vínculos que nos resultan tóxicos.

Es verdad que, mientras que uno puede hacer nuevos amigos, el vínculo padre/hijo no se reemplaza. Quizá no se trate de reemplazarlo, sino de que sea un vínculo sano.

Y el nuestro no lo era. No por lo menos para mí.

Nunca, nunca, internalizaste una sola de mis demandas. Eso me da un poco la pauta de la levedad del deseo puesto en mí.

Si tengo que pensar, creo que lo único que te pedí toda la vida –infinidad de veces y de todas las maneras posibles- fue que usaras el pantalón de manera tal que no me hicieras pasar vergüenza delante de mis amigos. Pero vos te reías de mi pedido. Me decías, siempre con una sonrisa, “no me doy cuenta que se me baja”. Y yo estallaba por dentro.

Sos un tipo que me mostró el culo toda la vida. A mí y a todo el mundo. ¡Y me venís a hablar de “los trastornos psicológicos que pueden derivar de la ruptura del vínculo”!

Los trastornos psicológicos los tuve “por” el vínculo. Curioso: cuando te enteraste que estaba haciendo terapia nunca me preguntaste qué me estaba pasando.

Lo que me enfermó todos estos años fue  querer aferrarme al vínculo como sea. Y que, por obra y gracia del señor, aparezca algo que no es. Que apareciera algo del padre ideal en el lugar del padre real. Y que ese padre ideal me diera mi postergada tarjeta de invitación para que dejara -de una vez y para siempre- de sentirme ajeno al mundo.  Que apareciera algo que nunca había visto. Pero lo que pasaba era que yo veía lo mismo de siempre, nada más que –después- trataba de negarlo o trataba de deformarlo para barrer el dolor bajo la alfombra. Pero el dolor, como la mugre, se acumulan con el paso del tiempo, y llega un momento en que cualquier alfombra resulta inútil para taparlo. 

Por eso la “ruptura del vínculo” no representa para mí la posibilidad de una enfermedad, sino el inicio de una cura.

Ponés como ejemplo a las madres que visitan a sus hijos en la cárcel, sin importar lo que ellos hicieron. Debe haber. También existen casos de  madres que abandonan a sus bebés en bolsas de basura. ¿Cómo explicás eso desde tu teoría de la “naturalidad irrompible del vínculo”?

Los vínculos no se explican desde ninguna naturalidad predeterminada, sino desde  la intensidad o  no del deseo con el que nacen y se desarrollan. La “naturalidad predeterminada” es la mejor forma que tenés para esconderte.

La única “naturalidad predeteminada” por la biología es aquella que indica que para que haya “hijos” en el mundo necesariamente tuvo que haber “padres”. Y ahí termina “la naturalidad”. Es resto es deseo, y el deseo es subjetivo, como las relaciones humanas que se articulan alrededor de él.

Y si hablamos de “esconderse”, nunca me olvidé ese verano en el que, una noche en la que jugada Boca y la pizzería era un caos de gente, estaba –entre los clientes- tu “grupo de amigos” que, violentos por la demoras en la cocina y las desprolijidades en la atención, cada vez que pasaba al lado de ellos decían: “de acá no nos vamos sin pudrirla”. Estaban todos muy tomados y yo me asusté. Lo dijeron varias veces y con tono amenazante. Cuando llegó el momento de llevarles la cuenta, te pedí por favor que salieras a hacerlo vos. Yo estaba sólo en el salón, tenía 18 años y estaba aterrado.  En la mesa había conocidos tuyos. ¿Y qué hiciste? Te quedaste metido en la cocina y tuve que salir a cobrarles yo. Creo que la única forma que encontré de asegurarme la vida fue pasarles un importe mucho menor al que correspondía, para que los tipos –aun en su borrachera- se dieran cuenta y lo consideraran una cortesía “de la casa” por la pésima atención. La táctica salió bien y al final no pasó nada. Pero la angustia me acompañó el resto de la noche. Al otro día me encaraste desde tu  rol de patrón: “yo sé que tu trabajo a veces puede ser jodido según los clientes que toquen, pero es tu trabajo y los problemas que se generen los tenés que resolver vos.”

Esa situación es un ejemplo de cómo funcionó nuestro vínculo. Donde yo esperaba un padre, me encontraba con un jefe. Los jefes son tipos que no tienen que darle explicaciones a nadie de nada. Ellos asignan tareas y punto. Eso fue para vos la relación padre-hijo. De esa forma te sentías cómodo porque no tenías que hacerte cargo de ninguna demanda. Y en el tiempo en que la subordinación no fue “literal”, es decir en el tiempo en que no trabajé para vos, fueron muchas las veces  que me subestimaste. Más de una vez me dijiste, en distintas circunstancias, “a vos no te da la cabeza para eso”. Otra forma de vincularse a partir de la subordinación del otro.

Y si hablamos de “subordinar al otro”, la última gran espina no me quedó clavada no fue por un desprecio hacia mí, sino hacia mi primo. ¿Te acordás? Fue el año pasado,  en la casa de la tía un domingo después del almuerzo. Por política, obvio. Le dijiste “se ve que tenés bien aprendido el discurso”. Y mientras él trataba de argumentar su posición, vos dabas vueltas alrededor de la mesa mientras hacías gestos con la cabeza de condescendencia que, en otras circunstancias y con otras personas, hubieran ameritado con seguridad una buena trompada.

El otro día a mi mamá se le ocurrió revisar un álbum de fotos de nuestros primeros años de vida, para ver el parecido entre Pablo y Javier. ¿Sabés qué se me ocurrió comparar a mí en esas fotos? La expresión en la cara de mamá y la expresión en tu cara al tenernos en brazos. Impresiona la diferencia. La cara de mamá era felicidad pura, una felicidad tan grande que no podría ser tomada en su profundidad ni aunque fuera fotografiada por todas las cámaras del mundo ; la tuya, en cambio, es la cara de un tipo que tiene entre las manos impuestos pesados para pagar. La cara de un tipo que tiene que hacerse cargo de una obligación. O de dos.

Impresiona también entrar a su casa y ver fotos de episodios importantes en la vida de sus hijos, como el casamiento de Pablo, o la entrega de mi título en la facultad de derecho. A propósito de esto último evento: me acabo de acordar que, si bien viniste a la ceremonia, en el momento en que me hacían entrega del diploma te habías ido. No recuerdo bien qué explicación diste en su momento, pero fue algo así como que tenías que hacer una “operación bancaria urgente”.

¿Qué fotos nuestras tenés en la sedería?: Ninguna.

Mi mamá no se fue ese día cuando me dieron el título. Estuvo ahí conmigo. Como también estuvo  las noches que pasé internado en el hospital francés por la operación de hidrocele. Con ella me puedo pelear mucho pero ahí –entre los dos- hay algo que no se va a romper. Ella me dio muchísimo, mucho más de lo que yo le di a ella. Con vos, en cambio, todos estos años fue tratar de armar un castillo en el aire.

Hace poco escribí un cuento en el que un padre vive bajo tierra. Está encerrado, pero creer que no está tan aislado, porque  le llega el delivery del supermercado y las facturas de los servicios. El hijo lo va a visitar y cuenta cómo el padre intenta convencerlo de que el aire en la superficie está contaminado, que no puede vivir ahí arriba porque los vínculos se vuelven  -inevitablemente- tóxicos.

 La cultura occidental consideraba a los indios salvajes. La escuela, entonces, era la institución indicada para vaciar de contenido a esos salvajes y llenarlos de una cultura diferente. Se trataba de  “matar al indio y salvar al hombre”.

Yo traté, todos estos años, de “matar al hombre para salvar al padre”.
Sé que vos casi no tuviste padre, pero eso no me arregla a mí. No arregla nuestro vínculo.

Final del juego. Porque, como dijo mi héroe vivo, “si no hay amor, que no haya nada entonces.”  

Lo siento, no voy a volver bajo tierra.

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