martes, 25 de junio de 2013

SIN DOCUMENTOS...





LA ESENCIA Y SU TIEMPO

 A todos nos encanta atribuir responsabilidades. Hay un goce indiscutible en el hecho de advertir faltas, encontrar al responsable y –lo más importante- sancionarlo como corresponde.

Pero no todo el mundo se encuentra legitimado para hacerlo. Si hablamos de falta graves, de esas que –en caso de quedar impunes- harían imposible la vida en comunidad, se requiere la intervención de una fuerza especial,  aceptada por la sociedad en la que actúa. 

De ese tipo de intervenciones, en nuestro país, se encargan los militares.  Ellos son quienes deben encontrar a los responsables del caos (que algunos grupos armados pretenden instalar)  y sancionarlos como corresponde.

Debo confesar que me asusta un poco la idea de entregarme. En principio no debería hacerlo: no hice nada malo. Pero sé que me están buscando, y no tengo nada que esconder. Si alguien cometió algún delito, ese fue otro. Y ese otro tiene nombre y apellido: Daniel Azara.

Tengo miedo de perder la libertad que conseguí. Y la libertad es todo. Sin libertad, la vida es un trago de lo más amargo. Ustedes no pueden valorarla porque la tuvieron desde siempre, desde la cuna. Pero yo no; recién conseguí ser libre a los treinta y siete años.  Todavía soy un hombre joven, y así me siento, pero también es verdad que fueron muchos años en los que mis actos y mis pensamientos no fueron la afirmación de mi subjetividad, sino la afirmación de una subjetividad ajena. Durante  treinta y siete años mi vida fue el proyecto de otro.

Cuando el manuscrito estuvo terminado, Daniel se lo llevó a un librero de su confianza. A los pocos días, el hombre le dijo que había leído los primeros capítulos y que, teniendo en cuenta los tiempos que se viven, no parecía conveniente publicar una historia de ese tenor. Demasiada violencia. Le dijo que dejara reposar la historia hasta que los ánimos estuvieran más calmados. Las editoriales eran cautelosas acerca del material que sacaban a la luz, por lo que los hechos que se narraban en la novela no hubieran pasado por el delicado filtro editorial.

Daniel le dijo al librero que no quería tener encima la historia. Le dijo que si le dejaba el manuscrito a otra persona (y se trataba de una persona de su confianza), podía sentir que se liberaba de los personajes que habitaban en ella. Necesitaba enfocarse en algo radicalmente diferente para escribir, algo que pudiera circular en la sociedad sin ningún tipo de obstrucción.

El librero aceptó de buena gana y le dijo que lo mantuviera al tanto. Por la noche, al cerrar el local, vio cómo se levantaba la tapa del cuaderno y las hojas del manuscrito se pasaban solas de principio a fin. Al ver tal escena pensó que en ese cuaderno, sin dudas, albergaba una historia con mucha personalidad.

La noche siguiente, a pocos minutos de la hora de cierre del local, un hombre morocho, de pelo bien corto y bigote, entró en la librería. Se tomó muchísimo tiempo para recorrer los anaqueles. Sacaba los títulos que llamaban su atención, leía la solapa y luego los hojeaba como esperando encontrar algún billete entre las páginas.

Al llegar al mostrador, sin pedir permiso, tomó el manuscrito. El librero, que se había descuidado hablando con una clienta, al darse cuenta se apresuró a acercarse a ese hombre que leía con preocupación algunos pasajes del cuaderno. El librero le pidió por favor que se lo devolviera, porque ese texto no estaba a la venta ni muchos menos se ofrecía como material de lectura a los clientes. El hombre de bigote levantó la vista y la fijó con dureza en su interlocutor. Le señalo infinidad de páginas con enormes espacios en blanco entre un párrafo y otro. El librero dijo no saber de qué le estaba hablando. Entonces el hombre de bigote miró a su alrededor, vio que la última clienta acababa de salir y lo tomó del cuello. Mientras lo zamarreaba, le gritó muy fuerte. Le dijo que los que se hicieran los vivos la iban a pasar muy mal. Le hizo ver el manuscrito hoja por hoja para que le explicara qué pasajes habían desaparecido. El librero le dijo que no había leído el manuscrito. El hombre de bigote le dijo que no se hiciera ningún problema, que en dos minutos podía hacer un llamado para que lo llevaran detenido, y que en la celda tendría tiempo de sobra para leer todo lo que quisiera.

Entonces el librero le dijo la verdad: que había leído algunos pasajes del libro y que, a primera vista, faltaban los pasajes en los que uno de los personajes (un militante revolucionario) ponía bombas en diferentes dependencias del gobierno.

El hombre de bigote lo observó de arriba abajo. Como el manuscrito no indicaba nombre ni seudónimo alguno, le preguntó quién se lo había entregado. El librero le dijo que no lo sabía, que tal vez haya sido algún cliente, pero que no lo podía precisar. Al hombre de bigote le pareció ridícula la explicación. Sonrió levemente y negó con la cabeza. Le dijo al librero que le iba a pasar lo mismo que al personaje de la historia. Lo esposó y lo hizo sentar en el baño. Esperó a que llegara un auto negro a buscarlo y lo cargó en el baúl.

Todo esto lo sé porque mi esencia –es decir lo que yo soy- todavía flotaba en la librería la noche que llegó ese hombre.

Pasaron ya seis meses, y sé que me están buscando. Desde que soy persona que no tengo dónde ir. Necesito una casa segura para vivir, pero antes necesito un cuerpo. No puedo seguir así. A Daniel no le puedo pedir nada. No sé nada de él.  Su suerte, seguramente, habrá dependido de la suerte del librero.

Estoy en el aire. Pude escaparme de la historia, pero no puedo escapar de la realidad.

Fue un momento mágico en el que, mientras estaba siendo escrito, percibí un desenlace fatal, por lo que me anticipé al final con la desesperación del que salta de un auto en movimiento para no estrellarse contra un muro. Yo salté del final de esa página, fuera de los límites del papel. Pero algo salió mal, o no salió del todo bien, porque mi cuerpo desapareció. No quedó en la historia (como no quedó nada que tenga que ver conmigo en ella) y no lo llevo conmigo. Es una entidad. No está ni vivo ni muerto. Es un desaparecido.

Pienso en las palabras del librero, sobre la conveniencia o no de publicar determinadas cosas. Y, tal vez, no sea bueno publicarme, es decir, encarnar. Tendré que esperar un tiempo más para poder vivir y dejar de ser sólo esencia. Tendré que estar atento a los nuevos vientos y a las palabras que los mismos nos vienen a traer.

 

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