sábado, 25 de febrero de 2012

LA LEY DE LA FEROCIDAD...




Las tragedias suelen generar distintas fases en mi relación con el lenguaje, esa casa rodante poblada de palabras que habitamos todos los días. Me pasó hace muchos años con aquél vuelo de Lapa, me pasó hace menos años con Cromañón, y ahora -una vez más- me pasa ante la imagen de la gente atrapada en el tren de Once.
Menciono las primeras desgracias que vienen a mi mente en este momento, pero desde ya que hay más -muchas más- y algunas de índole cotidiano: el hambre de muchos ante la opulencia de pocos sin ir más lejos. Pero ese tipo de desgracias, naturalizadas, parecen no tener la fuerza para condensar lo que sí condensa una tragedia colectiva. A la luz de los hechos, parece ser que lo que define una tragedia no es tanto la afectación de muchas vidas por descuido, cálculo o indiferencia de quienes deberían cuidar de la integridad de esas almas, sino que esas vidas sean afectadas -brutalmente afectadas llegando incluso, en muchos casos, al punto máximo de su desaparición- al mismo tiempo y en el mismo lugar.
Decía entonces que mis posibilidades expresivas atraviesan diferentes fases ante la tragedia (ante las tragedias entendidas social y mediáticamente como tales) y lo ocurrido con el tren en la estación de Once claramente encuadra en tal categorización.
Lo primero que me ocurre es una obturación total ante un posible intercambio con el otro, ya sea un amigo, un familiar, un compañero de trabajo o mi novia. No puedo decir nada.
Durante algún tiempo, que no es del todo mensurable (pueden ser horas o días), sólo puedo absorver información sin llegar a poder procesarla con claridad: la mezcla de terror y desamparo no es el marco adecuado para tal actividad. Simplemente no estoy en condiciones de compartir lo que me pasa. No por el hecho de decir aquello que cae en los lugares comunes; no me espanta el lugar común cuando el lugar común es el único lugar posible en el que cabe la palabra sensatez. Tiene que ver, me parece, con un estado inicial de parálisis mental en el que todo lo siento en crisis, no sólo las condiciones del transporte público. Y si hay algo que contribuye a mi crisis, no son sólo las imágenes del horror, sino la indiferencia de muchas personas ante algo que -creo- debería afectar la relación con su cotidianeidad.
¿Cómo es que pasa lo que pasa y alguien puede seguir perfectamente con su día, trabajando, leyendo una revista en un bar, cocinando con aceite de oliva, chateando con su amante, o haciendo tantas otras cosas, y que las muertes ahí nomás (las muertes y el olor de los cuerpos manchados por la sangre corrupta de la inoperancia) son sólo una sombra, una nube que ya pronto quedará disuelta en el cielo...?
Al salir de la afasia, mi primer interlocutor me asesta un ladrillazo de sentido común en la cabeza: "es absurdo lo que decís. Tu preocupación no tiene lógica: todo el mundo tiene una vida que llevar adelante, y no lo van a dejar de hacer salvo que la tragedia los afecte directamente. Y además, no aporta nada a la solución de los problemas de la sociedad que las personas, simplemente, se vean afectadas a situaciones terribles, sino que activen respuestas concretas para remediar esos males."

Que las cosas nos afecten directamente. Activar respuestas concretas. Respuestas concretas...pedir la cabeza del maquinista, de los empresarios, del secreatario de transporte, de la presidenta?
Lo aplastante del sentido común, su contundencia, su capacidad de mandarnos a dormir la siesta cual viejo que se pone molesto a la hora del postre.
Vale la pena activar respuestas concretas. Pero no es sobre esas respuestas que pone la lupa esta entrada, sino sobre una sensación inicial (mi afasia) y sus siguientes derivaciones.
Si este tipo de tragedias son eso, lo son porque muestran -con toda nitidez- no sólo la visión de gente atrapada entre fierros y médicos corriendo para todos lados, y familiares desesperados en los hospitales, sino que lo hacen es condensar la imágen de nosotros mismos acercándonos a nuestro propio abismo, a nuestras propias imposibilidades, no ya como sociedad, sino como especie. Una especie que enfrenta a un monstruo que no es reconocido como tal por muchos otros. Que resulta indiferente a muchos otros, y -lo que es peor- no sólo a aquellos que lo conforman. O sí.
Vuelvo al lenguaje como el mudo que, después de años en silencio, recupera al habla de la noche a la mañana. La necesidad de expresión tiene más del orden de lo fisiológico que del orden de lo intelectual: no se puede pensar en un tiempo indefinido para ir al baño. Las horas pasan y el cuerpo ordena. Mi cuerpo ordena, entonces, volver a las palabras, escribir esta entrada, pensar en lo que pasó en once y escribir sobre ello de manera fisiológica, al compás del ritmo de la circulación de mi sangre, tratando de llegar al origen de la tristeza, a las condiciones de posibilidad de la sanción de la ley de la ferocidad.

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