lunes, 24 de noviembre de 2014

LITERATURA DEL YO...



LEGÍTIMA DEFENSA

Perdí la noción del tiempo. No recuerdo cuándo me trajeron. Tampoco sé si algún día me dejarán ir; no dicen nada al respecto. Me mantienen en una pequeña habitación en cautiverio, como si fuera un animal feroz. Estoy aislado, solo, y, como no tengo ventana, la realidad queda reducida a lo que me diga la cabeza.
Me levanto (imposible saber a qué hora), doy vueltas por el cuarto y pienso en Martina. Me dan dos comidas diarias -la segunda generalmente es una sobra de la primera- y si me pongo denso, me aplican una inyección que funciona con mucha eficacia: en pocos minutos se produce un apagón en mi interior. En un primer momento la luz de las pupilas se empieza a hacer intermitente; después, y sin poder oponer ningún tipo de resistencia al proceso, empiezo a sentir que de mis párpados cuelgan dos adoquines que, irremediablemente, me hundirán en un sueño profundo.
Esos sueños son tan profundos, tan oscuro es el lugar del que siento regresar cuando despierto, que me hace creer que mis captores cargan sus jeringas con pequeñas dosis de muerte. Me da miedo pensar que, algún día, cuando no soporten más mis ataques de ira, van a darme una dosis extra para que mis sueño sea algo definitivo; un viaje sin retorno. Y yo quiero volver. Quiero volver del sueño a la realidad, y quiero la realidad tal como era antes; lejos de mis captores y cerca de Martina.
Recuerdo, trato de recordar para no enloquecer. Recuerdo, entonces, que la familia recibió de muy buena manera la noticia de mi llegada a la casa. Especialmente Martina. Apenas me vio entrar, corrió a abrazarme como si nos conociéramos de toda la vida. Y yo supe de inmediato que tendría una relación especial con esa nena. Por las tardes, apenas ella volvía del colegio, jugábamos a las carreras en el jardín. Corríamos como locos hasta que alguno de los dos -generalmente ella- evidenciaba un grado de agitación que obligaba a Natalia a poner fin a semejante despliegue físico. Entonces era el momento de la merienda. Y después a jugar algún juego más tranquilo. Yo también entraba, aunque no me gustaba la merienda que preparaba Natalia ni los juegos de mesa que quería que jugáramos para aplacar un poco a nuestro espíritu salvaje. No terminaba de entender esos juegos. La miraba a Martina y ella me devolvía una mirada cómplice: ella tampoco terminaba de entenderlos, pero entendía, eso sí, que debía jugar con algo que la mantuviera sentada por un rato, aunque a los dos nos aburriera muchísimo esa situación. En cambio nos gustaba mucho ver televisión juntos. A ella le gustaba especialmente ver el Chavo; yo prefería los documentales que pasan sobre los animales, esos que captan su naturaleza en su estado más puro, moviéndose libremente allí en su hábitat, donde nacen, se reproducen y mueren. Pero Martina se aburría viendo animales, así que yo me resignaba a ver lo que ella quería con tal de verla contenta.
Por las noches, después de la cena, me daba un beso y se iba a la cama. Se acostaba y dormía, pero sus sueños eran diferentes a mis sueños actuales, en sus sueños la realidad no desaparecía, sino que -simplemente- cambiaba algún color. Lo sé porque muchas noches la observé dormir. Me pasaba que, si no podía pegar un ojo, me levantaba para ir directamente a su habitación a ver cómo dormía. Al principio era feliz sólo con verla en ese estado; después me vinieron ganas de soñar con ella. La miraba y trataba de adivinar, por su cara, si ella estaba soñando conmigo. Si ella soñaba conmigo y yo podía soñar con ella podríamos haber hecho que nuestros sueños funcionaran como un puente hacia nuestra realidad. Pero yo no sé qué soñaba Martina y, muy rara vez, pude recordar un sueño mío. Lo que sí puedo recordar, ahora que sólo me valgo de mis pocos recuerdos, fue que una noche tuve un deseo muy fuerte por meterme en su cama. Ganas de dormir con ella, abrazados los dos. Pero no lo hice porque no sabía si a Martina le hubiera gustado; a Natalia seguramente no, Natalia me hubiera echado de la casa, me hubiera puesto de patitas en la calle (como finalmente hizo), por más que la nena le suplicara que no, por más que le explicara que yo no había hecho nada malo. Que jamás haría algo que pudiera llegar a lastimarla.
Me abstuve de meterme en su cama. Y -debo confesarlo- al día de hoy no tengo muy claro cuál era la naturaleza de ese deseo que me empujaba a querer meterme bajo las sábanas con Martina. Siempre me consideré su amigo e intenté transmitirle que podía contar conmigo para lo que necesitara, que siempre la iba a escuchar y que siempre la iba a proteger de todos los males de este mundo.
Pero uno no se conoce ni a sí mismo; una tarde, mientras hacíamos nuestras carreras habituales por el jardín bajo un sol radiante, pude sentir cómo mi miembro aumentaba considerablemente de tamaño mientras miraba a Martina reírse por haberme ganado la carrera. Me avergonzó mucho la situación, tuve miedo de que la nena se diera cuenta, así que corrí a ocultarme en el interior de la casa.
A partir de ese incidente me costó horrores volver a dormir. Me pasaba noches enteras mirando el cielo y tratando de darme cuenta si debía irme de la casa.
Las cosas cambiaron. Las tardes en las que Martina me venía a buscar para ir a jugar, me hacía el dormido. Y me rompía el corazón ver cómo se quedaba el resto del día cuando no podía jugar conmigo; se sentaba en el sofá a ver televisión, pero ni siquiera el chapulín colorado era capaz de arrancarle una sonrisa. Me dolió también escuchar que le preguntaba a Natalia si yo estaba enfermo. Natalia le decía que yo estaba perfectamente bien y Martina no podía entender qué es lo que había pasado.
Pero las cosas no podían volver a ser como antes. El incidente del jardín marcó un antes y un después en mi relación con ella. Tenía miedo de no poder controlar mis impulsos. Me culpaba por ello. Me culpaba, también, por haber encontrado, al despertar una mañana, un líquido pegajoso colgando entre las piernas y que, no tenía dudas, había salido de mi cuerpo.
Por doloroso que me resultara, mantuve en los meses siguientes la misma postura: la evitaba todo lo que podía, y cuando jugaba con ella trataba de no mostrar mayor interés para que la nena se cansara de perder el tiempo conmigo y empezara a entusiasmarse haciendo cualquier otra cosa por su cuenta.
Un día Llegó el tío Roque. Escuché a Natalia decir, mientras hablaba por teléfono, que el tío se quedaría unos días. Hacía poco le habían dado el alta y necesitaba algún lugar donde parar hasta que consiguiera un trabajo que le permitiera alquilar algo. Pero los días se hicieron semanas, y las semanas largos meses, y el tío Roque, lejos de mudarse, se fue instalando cada vez más. Cada día que pasaba él levantaba su patita y marcaba el territorio en un nuevo rincón de la casa. Había dejado de ocupar el lugar de huésped para empezar a ser el amo y señor de la propiedad. El tío Roque, poco a poco, empezó a decidir (unilateralmente) qué se podía hacer y qué no en esa casa. Y Natalia empezó a obedecer, como si fuera que terminar dominada por un hombre resultara una fatalidad para toda mujer.
A mí, de movida, no me gustaba su nombre; Roque es nombre de perro viejo. Ahora, mientras el olor se hace cada vez más insoportable, se me ocurre que hay dos cosas que uno no decide en esta vida; la primera es venir al mundo, y la segunda es con qué nombre vivir.
El nombre no fue lo que más me molestó del tío. De hecho, era algo menor. Algo intrascendente a comparación de lo que yo me sentía capaz de oler en él. Y, evidentemente, en algún momento debí transmitirle a ese hombre (tal vez con alguna mirada punzante y prolongada, de esas que suelo poner para advertirle a los extraños que los estoy inspeccionando) que no era de mi agrado, porque una de las primeras cosas que le comentó a Natalia era que no me quería en la casa.
Por mi parte, en ese tiempo seguí manteniendo una distancia prudencial con Martina. Él, en cambio, a medida que pasaba el tiempo, daba muestras de estar consolidando un vínculo cada vez más estrecho con ella. Empezó a ocupar mi lugar en el sofá a la hora del chavo. Yo seguía la escena bajo la mesa del comedor, agazapado.
Así pasaron muchas tardes. Martina y Roque sentados en el sofá y yo observando desde mi trinchera, convertido en un gato esperando a que el ratón se distraiga para salir cazarlo.
Y el ratón fue un verdadero zorro. Porque una tarde no fue como las demás. Es decir, dentro de la situación habitual, pasó algo que no había visto antes: el tío Roque, viendo que la mente de la nena estaba tomada por las imágenes que recibía de la pantalla del televisor, comenzó a acariciarla. Primero los muslos. Con la palma de la mano bien extendida parecía querer sacarle brillo al pantalón de Martina. Luego sus manos -ahora las dos- hicieron un roce suave, con el dorso, sobre el pecho. Cuando tomaron direcciones diferentes (una subiendo y bajando por el torso de Martina, la otra subiendo y bajando por la bragueta del tío) me puse en guardia. No entendía bien porqué el tío hacía lo que hacía, pero tuve el presentimiento de que eso que hacía era algo malo para Martina. Estuve a punto de correr en dirección al sofá para caerle encima a Roque, pero no fue necesario; en ese preciso instante se abría la puerta de calle: era Natalia, que volvía del supermercado con las botellas del vino que le había pedido el hombre de la casa.
El tío se incorporó de un salto. El capítulo del chavo estaba terminando, por lo que Martina -lentamente- se incorporó a la realidad. Yo deambulaba por el pasillo. Iba y venía enfurecido por la imagen que, a partir de ese momento, me acompañaría a todos lados y todo el tiempo, como si fuera mi propia sombra. Esa misma noche, mientras todos dormían, bajé para revisar el sofá. Quería ver si había quedado alguna mancha pegajosa, alguna mancha producto de los fluidos de los cuerpos cuyo derrame, muchas veces, resulta inevitable. No había nada.
Una tarde Martina volvió del colegio con fiebre. Escuché a Natalia explicarle al tío Roque que no era nada grave, un simple estado gripal, así que el tío se ofreció a cuidarla para que ella pudiera volver al trabajo. El tío se mostró muy seguro para ocuparse personalmente del asunto. Dijo que él haría todo lo que hiciera falta para que su sobrina recupere la salud.
Mientras la nena dormía, yo montaba guardia en la puerta de la habitación. Roque también dormía la siesta. El único despierto en la casa era yo, y me puso triste pensar que Martina pudiera estar soñando con Roque y no conmigo. Sobre los sueños del tío, en cambio, lo mejor era no profundizar.
Nunca duermo por la tarde, sin embargo, cuando bajé a tomar agua, empecé a sentir un ablandamiento en todo el cuerpo, como si mis huesos, de pronto, se hubieran transformado en la gelatina de frutilla que comía Martina de postre. Y entonces vino el apagón; me quedé dormido. Fue algo extraño, fue un sueño muy parecido a los que tengo desde que me inyectan mis captores, es decir, un sueño inducido. Un viaje profundo hacia la noche de mi ser.
Desperté atontado. Y, al subir a la habitación de Martina, el tío Roque estaba por meterse, desnudo, en la cama, mientras ella, con los ojos entrecerrados y la voz temblorosa por la fiebre, le pedía a su tío un poco de agua. No lo dudé: corrí por el pasillo a toda velocidad y le clavé los dientes en el tobillo a Roque. Cayó al suelo y comenzó a gritar de dolor. Entonces, con una fuerza que jamás pensé que podía llegar a tener, lo arrastré varios metros por el pasillo. El tío me gritaba para que lo soltara. No sólo no lo solté, sino que lo seguí mordiendo con ferocidad en todo el cuerpo; especialmente en la bragueta que tanto zarandeaba esa tarde en el sofá.
Martina no llego a escuchar los ruidos ni los gritos desesperados del tío; la fiebre la tenía encapsulada en un sueño muy hondo. El tío quedó inconsciente, tirado en el pasillo, desnudo y exhibiendo pequeñas cascadas de sangre que brotaban de distintas partes de su cuerpo. Así lo encontró Natalia, algunas horas más tarde, cuando volvió del trabajo. A Roque lo internaron. Tenía heridas de importancia, más que nada en los genitales, pero ninguna que pusiera en riesgo su miserable vida. Debía quedar en observación por lo menos una semana.
El hecho de que estuviera desnudo al momento de mi ataque me hizo suponer que haría entrar en razones a Natalia sobre cuáles eran las intenciones que el tío tenía para con Martina (yo me había dado cuenta que el tío quería robarme el sueño de dormir abrazado con Martina, y no podía permitir que lo hiciera realidad); pero también era verdad que el monstruo tenía una coartada más que convincente: que yo lo había atacado cuando estaba por entrar a bañarse.
Al regresar del hospital, Natalia me llamó a los gritos. Cuando me presenté, abrió la puerta de calle y, con el dedo índice, me indicó que me fuera. Que ya no me querían en esa familia.
A veces, en mi encierro, me imagino a Martina pidiéndole a su madre que me lleve de vuelta a vivir a su casa y me imagino a Natalia dándole una negativa rotunda a su hija, aclarándole que de ninguna manera, que lo que le hice al tío no tiene perdón de Dios y que lo mejor para mí era volver a vivir en la calle.
Mi rabia no está en la boca; es interna. Contra este tipo de rabia no hay inyección que resulte efectiva. Me pueden poner a dormir, me pueden hundir en la oscuridad y puedo tener miedo a no regresar. Pero vuelvo. Siempre vuelvo; en la rabia la que me empuja otra vez hacia la superficie.
No lo entienden. Ya no quiero dormir; quiero vivir. Por eso me esquivé la inyección de la tarde; por eso me tiré encima de mi captor y lo mordí. Venía con una inyección y un chaleco, y yo le salté encima con mayor ferocidad con la que le salté a Roque. Y lo mordí con locura y sin parar: la cara, los ojos, la boca, el cuello. Fue una escena digna de esa película que Natalia no le dejó ver a Martina, esa en la que hay un psicópata que se comía a los pacientes y que, después, una vez encarcelado, ayuda a la detective del FBI a encontrar a otro loco como él.
Esto que acabo de contar es toda la verdad. Actué, siempre, en legítima defensa. Pero no es suficiente. Sé que, si quiero salir, si quiero volver a ver a Martina alguna vez, a la psiquiatra que me entrevista los martes por la tarde le voy a tener que contar un cuento.
Si tengo suerte, un buen cuento me va a permitir volver a estar cerca de Martina. Y lo mejor para ella es que yo esté a su lado. Una lástima que Natalia no se dé cuenta. Una lástima que Natalia no se dé cuenta que lo mejor para todos es que yo esté en la casa. Que esté para defender a Martina del hijo de puta del tío Roque.

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