sábado, 28 de enero de 2012

LAS COSAS POR SU NOMBRE...(5ta. ENTREGA)





ÉL

"Kirchner es lo que podríamos llamar un prócer instantáneo o, dicho de otro modo, un oxímoron, es decir, una contradicción en los términos. Un prócer siempre fue alguien que, ya asentado el polvo del presente, los debates de la historia definían como un grande: se solía suponer que sólo el paso de los años permitía juzgar los efectos de un hombre en su sociedad. Ahora parece que no hay tiempo para esas pavadas.
El verdadero mito es siempre una construcción laboriosa, lenta y espontánea, pero ésta es una tentativa muy intensa de producir un mito. Hay que reconocerles cierta audacia: no es fácil armar un héroe popular a partir de un rico que empezó una fortuna deshauciando deudores morosos para quedarse con sus casas.
La muerte de un hombre siempre es triste. La muerte de un hombre público es, además, un hecho público y como tal vale la pena examinarlo. En pocas horas, ese hombre se hizo otro: Kirchner ya es un mártir que murió porque, enfermo, no quiso dejar de pelear por el bienestar del país, un argentino excepcional, un gran patriota. En pocas horas, las radios y canales de televisión se llenaron de figuras que emitían palabras de pesar y encomio mientras hacían, para sí, cuentas electorales. En pocas horas Kirchner -su figura-se fue constituyendo en un Gran Muerto Patrio, de esos que sostienen políticas y se vuelven banderas y las distintas fracciones se disputan. El líder muerto sirve sobre todo porque cada cual le puede hacer decir lo que quiera.
La idea de héroe no sólo me rechaza por su contenido de sumisión a un jefe, un padre. Además, un héroe es alguien que está tan convencido de algo que se permite hacer lo que le parezca para sostener ese convencimiento. Pero quien cambia, va, viene, arma y desarma, no puede terminar en héroe, en mito.
Y lo más extraño es que, por ahora, lo que se está armando es otro oxímoron: un mito moderado. Si sigue así, va a ser la síntesis perfecta del oxímoron que instaló este gobierno: la épica posibilista.
¿No es curioso que sean precisamente los que hablan de ideas, principios y utopías quienes te corren con el posibilismo más descarnado, más vehemente?"

ELECCIONES

Las elecciones nos desazonan porque son una puesta en escena cruel de nuestra mediocridad como sociedad, de nuestras incapacidades. Si tenemos estas opciones la culpa es toda nuestra, somos nosotros los que no supimos conseguir otra cosa, preparar otra cosa, merecernos otra cosa. Aunque quizás -además- este sistema electoral sirva para que las opciones que lo hegemonizan nunca sean opciones.
Uno de los peores males del sufragio universal contemporáneo son los dirigentes vendidos como jabón-lava-más-blanco, con gran insistencia en sus sonrisas y ninguna insistencia en sus ideas.
Además, votar no debería ser un deber, sino un derecho. Las elecciones obligatorias son una muestra clara de desconfianza en nuestra famosa vocación democrática: si creyeran que nos importa elegirlos, no nos obligarían. Nos suelen presentar el voto obligatorio como una verdad revelada, universal indiscutible, la base de la justicia democrática. Y sin embargo el mundo rebosa de países mucho más democráticos que soportan que sus ciudadanos decidan si votan o no.
El sufragio obligatorio suele presentarse como la forma de garantizar la participación de todos: como si meterse en un cuarto oscuro y manotear un papel fuera participar. Es obvio, para empezar, que si alguien elige ir a votar cuando puede no hacerlo, va a pensar más en qué elegir: va a informarse, se va a preparar, le va a dar más vueltas al asunto, y, también, desaparecerían muchos de esos votos automáticos. Y esto, supongo, produciría algunos cambios en la forma de llevar adelante las campañas y la actividad política en general. Deberían, para eso, entusiasmar al votante con la idea de participar un poco más; la herramienta más poderosa del poder en esta democracia -convencer a los ciudadanos de que la política es un basura y mejor no mezclarse- poco a poco dejaría de servir.
También se debería hacer obligatoria el llamado a consultas populares para que la población decidan cuestiones precisas.
Entonces la campaña electoral se tornaría interesante porque nos obligaría a discutir seriamente las tres o cuatro políticas concretas importantes que deberíamos decidir, en lugar de hablar de batallas imaginarias, dragones de relato y monopolios y, sobre todo, de la sonrisa limpia y las historias sucias. Y su resultado sería más complejo y más completo: el ganador no recibiría el cheque en blanco acostumbrado porque estaría obligado a llevar adelante esas medidas que habrían sido votadas junto con él.

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