lunes, 30 de enero de 2012

SIN ESCAPE...





Tuve que huir. Casi sin saludar. Sólo quería ponerme a salvo. Había sido un almuerzo con personas que me eran completamente ajenas, extrañas. Esas personas se conocían entre sí: eran familia. Me encontré rodeado, abrumado por la ausencia de palabras, por el desinterés de las suyas para con las mías, por el calor que me aplastaba sin piedad, por la indiferencia que mostraba la persona que debía -desde mi supuesta concepción arcaica de cómo funcionan las relaciones sociales en su punto inicial- acompañarme a ese intercambio de amabilidades que implica toda conversa.
Ningún intercambio amable. Silencio de mi parte (siempre fui así ante la situación casa-ajena-gente ajena) frente a un océano de palabras cuyas olas jamás rompían hacia estas costas. Busqué un poco de aire el patio. No lo encontré y, bajo ese sol tremendo, mi desesperación (mi narcisismo) comenzó a subir, llegando a un estado de alerta naranja.
Entonces ya no había vuelta atrás. Tomé mis cosas, saludé a los pocos que estaban ahí afuera y emprendí una retirada rápida hacia el auto. Cada paso que daba por el pasillo que conducía hacia la puerta de salida era un acercamiento dulce hacia mi seguridad.
El calor seguía, feroz, ladrando sin parar. Pero para cuando el sol comenzó a caer, mi cuerpo ya no estaba allí. Se lo habían cargado al hombro mis silencios que, cansados de tanto latir, decidieron cristalizarse en alguna palabra....muy lejos de allí. Muy solo.
Me fui. No podía estar ahí. No podía ser, lo cual hay veces que se puede tolerar y, muchas otras, no aguanto semejante negación.
Y me fui sin saludar.

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