Una delivery de incongruencias al servicio de la dama que cuelga del hombro de la cartera o de la billetera en la que duerme, junto a roca y belgrano prensados, el caballero suburbano.
domingo, 6 de mayo de 2012
UNA NOVELA MEMORABLE...
En la novela se cruzan los avatares vitales de Piquito, especialmente su desopilante militancia piquetera en el Polo Obrero –narrada en primera persona– con la lúgubre historia familiar de Susana, cuyo marido fue asesinado de un martillazo, y sus cuatro hijos. La viuda en cuestión cree que todos sospechan de ella, pero conforme avanzan estos capítulos y la investigación del caso –narrados en tercera persona–, lo que aflora es la evidencia de que, lejos de sentir pesar por el marido/padre muerto, la ley del deseo de la madre y sus cuatro hijos saca varios cuerpos de ventaja al supuesto clima de duelo que debiera imperar. La combinación de estos “relatos molotov” de Ferreyra no sucede en un tiempo cualquiera. Están fechados en la Argentina poscrisis 2001, de mayo a septiembre de 2002. Entonces resonaba el eco de “piquete, cacerola, la lucha es una sola”.
Pero Piquito advierte temprano el canto de sirenas de esa consigna; desfachatado como pocos, busca sacar partido del asunto. “Quizá pueda conseguirme un Plan Jefas y Jefes de Hogar. Sé que el Polo Obrero maneja una cantidad de planes y ¡soy un desocupado y jefe de hogar! ¡Que lo sepa Josefina! Soy el jefacho sin trabajo. ¿¡Cómo pueden llegar a saber que Josefina es una platuda que me da la teta?!”, vocifera el personaje. “Me daría algo de vergüenza, sin embargo, frente a los dirigentes del Polo –-admite–. Porque ellos ven mi aspecto de petimetre. Y más que nada vergüenza ante mí mismo, no por estafar al Estado, sino porque cuando me acerqué al Polo lo hice por puro impulso revolucionario y al poquito tiempo ya me tienta la ventajita.” Fabián Casas ha señalado, con razón, que los personajes de Ferreyra están en todos lados “y uno podría afirmar que nuestro país es ferreyrano ontológicamente”.
Ponderado como un escritor “extraño” –que irrumpió en la escena literaria argentina con El amparo (1994), cuya desmesurada crudeza, que dejó estupefactos a los lectores, es inversamente proporcional al bajo perfil del escritor–, Ferreyra está en ojotas en su sobrio departamento de Villa Urquiza, mirando cómo su gato se pasea sin ton ni son por el balcón. El tono del escritor es campechano y tan parsimonioso –como si también su lengua estuviera en “ojotas”–, que hasta un perro ofuscado que ladra de tanto en tanto desplaza su voz al plano de lo inaudible. Del futuro “incierto” de su primera novela se fue deslizando por la cinta del tiempo –-El desamparo (1999), Gineceo (2001), Vértice (2004) y El director (2005)– hasta aproximarse a “una realidad más cercana” con Piquito de oro. “Fui dando los pasos, tomé carrera y con el envión llegué acá –dice y se ríe mientras adelanta su cuerpo del sofá, como ilustrando la actitud que tomó ante esa carrera que lo arrimó a la hecatombe del 2001–. No hubo una intención especial; quizá tuve la necesidad de situarla en el año de la crisis. Si no recuerdo mal, fue el personaje el que determinó la situación temporal con su ironía y su sarcasmo. Necesitaba esa época con ese personaje, la inmediatez de lo que había ocurrido. Piquito es cáustico y está preparándose siempre para lo peor.”
Piquito no nació de un repollo; está en las entrañas de la literatura de este sociólogo de profesión –como Fogwill, Damián Tabarovsky y Hernán Ronsino–, que da clases en la Universidad de Buenos Aires. Piquito tiene 33 años. No estudia, no trabaja y no le quita el sueño que no lo llamen para hacer encuestas. Es un holgazán de cabo a rabo que vive plácidamente mantenido por su mujer de 52 años, Josefina, “filósofa como la Beauvoir, pero más carnosa y más latina”. “De alguna manera, su historia lo fue arrastrando a eso –explica el escritor–. Sus padres lo malcriaron; él siempre está buscando referencias en la infancia, es su punto de retorno permanente. En el fondo nadie sabe qué es Piquito de oro porque es algo que mantiene en su intimidad. Ahora es un adulto callado, tímido, aunque de chico fue un charlatán. Pero en su fuero interno él sigue siendo el que fue en la infancia.”
“Mi literatura es pesimista; no es que acá apareció de la nada un personaje pesimista”, subraya el escritor. Esta frase podría tener su correlato en otra que dispara Piquito: “Yo siempre soy pesimista. El ser humano asciende a los infiernos más calientes”.
–Piquito es muy irónico con la izquierda, especialmente con el Partido Obrero, al que define como “los Borbones del trotskismo”. A través del personaje, ¿habla de su experiencia personal, de su militancia en ese partido?
–(Se ríe.) Yo milité en el trotskismo, en el viejo MAS, hace mucho tiempo, en los ochenta, pero no en el Partido Obrero. Empecé en el partido anterior al MAS, el PST, el morenismo, a fines de la dictadura, en el ’81, cuando todavía estaban en la clandestinidad, aunque era una clandestinidad más blandengue. Después pasé al MAS y empecé a estudiar sociología. Milité poco tiempo porque me chocaba la falta de matices y me terminé cansando. Es irónico que un tipo como Piquito milite en ese grupo, pero en última instancia está ahí. De todos modos, no llega a creer en sí mismo como militante y no se involucra del todo. Piquito se arrima al Polo Obrero justo en el 2002; en esa época hubo más acercamiento de los obreros a los partidos de izquierda. En parte ganaron esos sectores sociales porque manejaban los planes Trabajar. Pero después los perdieron. El Partido Obrero ahora es un partido de estudiantes, volvió a los años ’80. No le quedó nada, perdió todo. La izquierda argentina, en relación con las masas, nunca anduvo bien parada.
–Piquito dice que la argentinidad es un lastre. Si se toma por válida esta frase, ¿por qué cree que es así?
–En realidad es muy argentino renegar del hecho de ser argentino (risas). Hay una cosa autocomplaciente del argentino medio, sobre todo la clase media, que no es precisamente la que labura, mejor dicho no somos los que ponemos el lomo (risas). Uno advierte en el mundo anglosajón, en Coetzee, que pertenece a los sectores medios, ese mundo sudafricano durísimo, una especie de dureza de crianza, incluso en la infancia. Pero acá todo es mucho más blandito...
Ferreyra se calla y se intuye que algo del lastre de esa argentinidad se cuela en ese silencio. Piquito no puede con su mal genio y despotrica contra todos. “Nadie da dos pesos por nada, excepto por el dólar. ¡El pesimismo es feroz, casi encantador! ¡A cual más pesimista! ¡Es una verdadera competencia! ¡Nos revolcamos en el pesimismo como chanchos felices! ¡No tenemos destino! ¡El país es una lacra! ¡Iupi! No hay un optimista a tres mil kilómetros a la redonda. ¡Fuimos engañados por los políticos! Somos gente noble por supuesto. ¡No merecemos esto! ¡Qué penoso!”. En esta novela hay una relación “más fuerte” con la sociología, pero es la primera vez que se sirve de su profesión para componer un sociólogo. “Mi literatura tiene un trasfondo político y social, pero no es tan evidente en las otras novelas”, compara. “Cuando salió El amparo, Martín Kohan planteó que era una novela política, y a mí me gustó esa lectura porque en el fondo no parecía serlo. Pero hay algo que evidentemente sale; yo soy sociólogo y estoy condenado a serlo, pero aunque nunca escribí desde la sociología, siempre aparece de algún modo el run run de las cuestiones más políticas.”
–¿Por qué apela a un lenguaje un tanto anacrónico o poco habitual?
–Mi literatura está cargada de anacronismos. Fabián Casas dice que yo no puedo escribir un libro sin que aparezca la palabra “barruntar”, “zopenco”, “mequetrefe”; son palabras muy expresivas, no hay otras que las puedan reemplazar exactamente. Esas palabras anacrónicas están desde El amparo. No las puedo evitar.
Ferreyra mira una de las tres bibliotecas que tiene en el living como si buscara el ADN de su personaje en el lomo de los libros que leyó. “Estuve un tiempo muy marcado por (Robert) Walser y (Louis-Ferdinand) Céline, que son contrapuestos, pero me parecía que podía aprovechar esa especie de ingenuidad de los personajes de Walser con la sordidez de Céline para hacerlas congeniar en un punto. Pensé en Piquito como un personaje que podía llegar a cuajar esos discursos. Piquito surgió de una amalgama de todo lo que venía leyendo”, señala.
–Piquito se pregunta qué es lo que regresa cuando Santillán vuelve sobre sus pasos para auxiliar a Kosteki. ¿Qué significaron esas muertes para usted?
–Me marcaron mucho, más que nada el gesto de Santillán; de hecho mi novela El director se la dediqué a él. Esto del retorno, de que él vuelve cuando ya estaba a salvo, está en función de esa idea que está en El director de la apropiación del futuro y la reivindicación permanente del pasado. En los últimos años se invirtió el rol entre los conservadores y la izquierda. La izquierda, que siempre se referenció en el futuro, tiene que volver al pasado; necesita un poco de ese pasado, aunque parezca mentira. Ahora la derecha se ha apropiado del futuro. La izquierda necesita una especie de retorno y Santillán me parecía que lo representaba de alguna manera. Una historia que había terminado y que en cierta forma regresa con él. Creo que es la única parte de la novela donde Piquito se pone más serio y abandona su tono sarcástico. Piquito es un desalmado total, pero ahí se frena, toda su ironía y su sarcasmo encuentran su límite en la muerte de Santillán. Varios lectores me marcaron este límite donde Piquito cambia el tono. Es algo que respeta, un punto en el que su capacidad de manchar encuentra su imposibilidad.
–¿Esas muertes marcaron un antes y un después para la política argentina?
–No sé si fueron decisivas en términos de los personajes que protagonizaban la política de entonces. Creo que fue un martirologio de un momento social activo, que tiene que haber quedado en la memoria de los sectores que se activaron en ese momento. Tiene que haber una memoria de Santillán en los sectores populares, los sectores que participaron de esos hechos. Aunque la clase media haya lamentado esas muertes, quizá ya las olvidó. Pero fueron muertes que expresaron una corriente de resistencia social importante en ese momento.
–¿Cómo explica el rechazo que generan los piqueteros en la clase media?
–Hay una cosa racista en la Argentina que nunca se planteó –siempre decimos que los otros son racistas–, y que se expresa bajo mil formas. En 2001 la clase media cantaba “piquete, cacerola, la lucha es una sola”, pero después se divorció de los piqueteros. Hay un afán de diferenciación permanente. A la clase media nunca le gustó mucho mezclarse con las masas. No es que quiere que esté mal el de abajo, pero mejor que se mantenga en su corralito. Los medios de comunicación contribuyen a construir un tipo de imagen en la que los piqueteros son marginales que salen con los rostros tapados y palos. Pero la clase media no puede entender, o no quiere, que el piquetero se cubre el rostro porque después lo busca la policía. Y así los van estigmatizando en función de sacarlos de la calle y de contraponer al trabajador con el piquetero, que es una forma de dividir a los sectores populares. Y de mostrarlos como vagos que viven de los planes, que no quieren trabajar, en contraposición con la Argentina del trabajo. En realidad un tipo de clase media siempre se la rebusca para trabajar menos, o no hacerlo. Hay discurso construido en el que se legitima el “esfuerzo” de los sectores medios, pero la realidad es muy diferente.
Lo eficaz, podría repetir Piquito al ver a su “padre” en ojotas, puede ser perfectamente poco elegante. El escritor puede darse el lujo de ser ferozmente escéptico, casi un nihilista, como su última criatura de ficción. En algunos, el escepticismo es docilidad, en Ferreyra es rebeldía.
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