Una delivery de incongruencias al servicio de la dama que cuelga del hombro de la cartera o de la billetera en la que duerme, junto a roca y belgrano prensados, el caballero suburbano.
sábado, 26 de mayo de 2012
TODO UN PALO...
Pablo Trapero, una vez más, da muestras de su acabada precisión narrativa a la hora de contar una historia. Elefante Blanco, su última película, es un eslabón perfecto en esa cadena contundente de representaciones sociales que responde a la denominación de "obra cinematográfica".
Si en "Mundo Grúa" -la historia de un operario entrañable que busca reinsertarse en el mundo del trabajo- la violencia era simbólica y quien ejerce la violencia no llega a ser visibilizado, en "El bonaerense", "Leonera" ,"Carancho" y ahora con "Elefante Blanco", el director sube la apuesta y presenta la violencia de los escenarios en los que se mueven los personajes en tu esplendorosa desnudez. El mercado de trabajo de un obrero es reemplazado -sucesivamente- por la policía bonaerense y su complicidad con el delito, el sistema penitenciario federal, los abogados carroñeros y, finalmente, las villas y su relación con la iglesia católica.
Ya no se trata solo de la ausencia del Estado y sus políticas de inclusión, y de las marcas que esta ausencia deja en los cuerpos solitarios, sino de la violencia explícita que esa ausencia genera en determinados contextos sociales que -en el abandono- se organizan alrededor de sus propias leyes.
Es justamente en ese sentido que Elefante Blanco resulta una experiencia tan necesaria como demoledora. No hay -como en los anteriores películas del director- posibilidad de redención para sus personajes. La película tiene reminiscencias directas con la inolvidable Ciudad de Dios, y también -en el sentido de la ausencia total de esperanza que impregna al espectador- de la serie local "Tumberos".
Lo que vemos es la forma de vida en un solo mundo. Ese mundo (hasta el final de la película) no entra en conflicto más que consigo mismo, con sus propias imposibilidades de ser algo distinto de lo que es. Ese mundo -el mundo de la villa- es acompañado por los curas -solitos y solos- que intentan ordenar lo que allí sucede. Ordenar no es modificar. Ordenar lo que existe sin poder modificarlo - y esto lo sabe cualquier ama de casa- puede enfermar hasta la locura. La política, a través de sus diversas facciones (básicamente la institución policial y la eclesiástica) funciona -simplemente- dejando que en el lugar que esas personas tienen asignado para vivir puedan arbitrar sus propios códigos, su propia normativa. No se niega su existencia, tan sólo la posibilidad de intervenir sobre ella. Los mundos sociales parecen definitivamente configurados. En ese marco, la intervención estatal debe ser al sólo efecto de la prevención. Funciona como un dique que busca contener al río cada vez más revuelto.
El final de la película es brutal al mostrar cómo funcionan nuestras instituciones cuando los villeros no respetan ni la jurisdicción ni a los terceros no comprendidos en la aplicación de sus leyes, excediendo los parámetros del contrato social que -sin saberlo- tienen firmado con los políticos de turno y con buena parte de la sociedad que -deliberadamente- vota pensando en que el tipo del cartel le garantice que los productos tóxicos producidos en las villas no se derramen sobre las avenidas de la gran ciudad.
Ver "El campo", otra película argentina estrenada recientemente, después de haber visto la película de Trapero, resulta interesante por el marcado contraste entre los dos films.
Al igual que en elefante blanco, acá tampoco aparece nunca la ciudad. La diferencia es que una película muestra un ámbito generado por años y años de vaciamiento del estado y la otra muestra un ámbito tan natural como abundante en nuestro país, en un principio presentado como "salvaje" (por el querido Domingo Faustino, ya sabemos), y ahora, vuelto a idealizar por muchos ante la furia caótica en la que se vive en las grandes ciudades.
"Elefante Blanco" es un drama colectivo, social, mientras que "El Campo" plantea -con un minimalismo con sabor a poca densidad, hay que decirlo- el drama existencial de una pareja que busca redimirse en las afueras de la civilización.
El campo, la ciudad y la villa como el hijo no deseado de esta última, Tan lejos y tan cerca uno de otro. Los tres escenarios en los que -hoy como ayer- se debaten (o se debieran debatir) las posibilidades sobre cómo vivir juntos bajo el mismo cielo.
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