Por Daniel Link
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Hace un par de días, en la fiesta de cumpleaños de una muy querida amiga, rodeado de personas que hacía mucho tiempo no veía, me ví arrebatado o arrastrado por el "efecto Hofmannsthal": me di cuenta de que no tenía nada interesante para decir a ninguno de ellos.
Traté de disimular mi incomodidad moviéndome a través de los salones y por los espléndidos jardines, siempre temeroso de que alguien quisiera saber algo de mi vida última (lo que, ciertamente, no sucedió) y yo no pudiera decir más que "bien, todo bien...", como si me hubiera encontrado en un ascensor con un vecino ruidoso y no, por el contrario, con personas con las que he compartido muchas veladas agradables de música, baile y confraternización, porque nos une un pasado en común.
Mi marido, mucho menos sensible que yo a los desajustes de la sociabilidad, me pedía a gritos con la mirada que no lo abandonara en las conversaciones en las que se veía involucrado, pero yo, cada vez que me acercaba, prácticamente no entendía de qué se estaba hablando y no veía que pudiera agregar una molécula de sentido o de diversión a los intercambios.
Si tuviera alguna vocación autoanalítica, podría decir que había algo de fobia elevada a su máxima potencia, pero en verdad creo que notaba rotos los vínculos de la sociabilidad (los míos) y que mi concentración absoluta a la escritura y la vida familiar habían aniquilado toda posibilidad de encontrar en mí palabras convenientes para intercambiar en una situación ligera.
Es cierto también que venía directamente de dar clases y había estado parloteando cuatro horas sin casi detenerme, lo que tal vez justificara mi cansancio.
Pero no era cansancio ni fobia lo que sentía, sino un desapego (no falta de cariño, no falta de interés en lo que los demás pudieran decirme), una conciencia aguda de la banalidad que constituye mi vida cotidiana: lo incontable, lo inenarrable, lo inexplicable.
En un rincón, uno de los invitados hablaba de su segundo disco; más allá, el dueño de casa comentaba con otro la música que había elegido para esa noche; una mujer contaba los efectos de la quimioterapia y otra recordaba con su amiga de los años ochenta las correrías nocturnas a las que se habían entregado.
Yo no estaba triste, ni enfadado, ni particularmente fóbico. Casi podría decirse que apenas si estaba, que había alcanzado un umbral de inexistencia (para mí mismo) que tal vez debiera preocuparme: podía haber compartido mis dificultades con la afip, mis épicos enfrentamientos con las burocracias universitarias, mi dificultad para terminar una novela, la velocidad con la que el tiempo se me escurre de las manos... Pero nada de eso podía resultar interesante (de hecho, no lo es ni siquiera para mí mismo).
Pensé que, a partir de ahora, sería esa persona opaca cuyo lugar en una fiesta nadie entiende bien del todo.
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